Cuando el estado de Israel prohibió la bandera palestina en las ciudades que considera suyas, bajo su mandato neocolonial, el pueblo palestino descubrió que las sandias reproducían los colores de la bandera de su pueblo.
Para las familias palestinas en los territorios ocupados por el estado de Israel, la bandera es un trocito de sandía que enarbolan en los puestos callejeros. Es una muestra de la enorme capacidad de los pueblos para crear signos de dignidad desde lo cotidiano.
Ese trocito de sandía es como una promesa de dulzor y frescura en la terrible amargura de la ocupación y la masacre, es el fruto del trabajo y de los campos que quieren ser recuperados, es la promesa de volver a vivir libres en esa patria que es la tierra, el trabajo y las canciones.
Y esos trocitos de sandía, como diría Celso Emilio Ferreiro de las palabras de la lengua materna, son como patrias diminutas.
Pero para los soldados del ejército israelí, Palestina es como una sandía sobre la que se puede disparar solo para probar la puntería, celebrando entre risas la agonía de la fruta machacada.
Para las niñas y niños palestinos la vida es tan breve como un trocito de sandía que hay que comer con prisa antes de que se encienda el bombardeo y se apaguen las luces y los ojos.
Hubo una tregua muy breve en el horror de la masacre, o eso que los poderosos llaman tregua y que consiste simplemente en seguir matando a discreción, en seguir colonizando territorio, en seguir bloqueando la ayuda humanitaria para dejar que la gente muera de inanición sobre las ruinas de su tierra devastada, en seguir, en seguir, en seguir…
A pesar de lo limitado de la pausa, los niños cantaron y bailaron sobre los escombros, celebrando con sus ojos de niño el alivio de poder mirar al cielo sin miedo, aunque solo fuera por un lapso de tiempo. Ya decía Gabriela Mistral que la infancia es el presente: A ellos no podemos responder “Mañana”. Su nombre es “Hoy”.
Durante la exigua tregua, un velo de silencio informativo envolvió el sufrimiento, como si ya no existiera. Ya solo se emitían algunos retazos en la entrega de prisioneros, como si todo fuera bien.
Avanzando a peor, pudimos ver los videos repulsivos de Trump que, transitando desde la geoestrategia mafiosa a la geo-inhumanidad inmobiliaria, propone para Gaza la creación de casinos presididos por estatuas de oro sobre los cadáveres de sus víctimas; Una especie de proclama, el forillo de un espectáculo infame que simula el triunfo de la perversión sobre la dignidad humana.
Era de esperar que con esos mimbres toda expectativa de abrir un camino hacia la paz se viniera abajo, nuevamente, sobre los cuerpos maltrechos de la población palestina.
En una noche, sin mediar palabra, Israel reanudó los bombardeos. Vamos perdiendo la cuenta de los muertos y heridos, en su mayoría mujeres y criaturas, y esto es solo el principio, tal como advierte Netanyahu el genocida. Hay niños que ya no volverán a bailar sobre las ruinas para celebrar los breves momentos de la tregua.
Como toda crueldad humana es susceptible de ir a peor, junto a las bombas se lanza un mensaje inmundo en el que se advierte a las víctimas de que a nadie les importan sus vidas o sus muertes, que ya no cuentan para los mapamundis y que, por lo tanto, pueden ser masacrados con total impunidad.
El coste de levantar el velo informativo de occidente es siempre un precio atroz en sufrimiento propio para Palestina. Por eso, cada vez que alguien abre una brecha para mirar, ver y recordar es, por sí mismo, un gesto de solidaridad.
En estos días, por los pueblos de nuestra provincia, se está presentando un libro con esa voluntad. Se trata de “La infancia palestina y la supervivencia. Hacia el final de las pesadillas”. Gracias, Fermín Aparicio, por dejar abierta la ventana a la esperanza. Gracias, Derechos Humanos por la exposición de dibujos que reflejan la mirada infantil sobre el horror.
A pesar de su fragilidad, hay una enorme capacidad de vida en los trocitos de sandía y es que contienen innumerables semillas en las que la vida se abre paso.