En la década de los ochenta los espectadores españoles se enamoraron un poco más de la triada perfecta de la pequeña pantalla: Pedro Masó, Ana Diosdado y Antón García Abril. Ya habíamos probado sus mieles con la portentosa Anillos de oro, pero saboreamos de nuevo la vida misma en los trece capítulos de la sucesora Segunda enseñanza. El efectismo en la dirección de Masó, los guiones impecables y la delicia interpretativa de Diosdado y la envoltura musical de los compases de Abril volvieron a conquistar el alma de los televidentes patrios. Se enamoraron del mundo que les brindó la serie porque ese mundo —como ocurre casi siempre en televisión— era mucho mejor que el que los rodeaba. Y eso que en el mundo de Segunda enseñanza hacían acto habitual de presencia el suicidio, las drogas, el fracaso escolar… pero por alguna razón era un mundo más sabio. Estaba repleto de una serena pero nada complaciente moraleja que nos hacía pensar que éramos mejores, porque habíamos aprendido.
En el mundo de aquella particular enseñanza secundaria, por haber había hasta una jovencísima Aitana Sánchez Gijón, hija modélica de familia bien, que se enamoraba de su profesora. Eran los ochenta. ¿Cuántas décadas tardó la televisión española y extranjera en reflejar con tal naturalidad y ausencia de drama una historia de amor entre mujeres? El mundo en el que aquello era posible no se parecía al de los ochenta, no se parecía al que vivíamos. Y por eso nos encantaba. La Diosdado era tan moderna que nos creó la ilusión de vivir en un mundo que no existía, un mundo en el que, por alguna razón, éramos mejores personas. Habíamos aprendido.
Estos días no nos gustan. Cada vez me convenzo más de que nos desagradan porque —aparte de lo obvio— tenemos la sensación vívida de no haber aprendido casi nada. Así deben sentirse en estos momentos muchos estadounidenses. Ante la extenuante incertidumbre de quién ocupará la Casa Blanca los próximos cuatro años y la posibilidad, vía chanchullos del Supremo —con mayoría republicana, no lo olvidemos—, de que no haya manera de echar a Trump ni con agua caliente, media Norteamérica tiene la sensación de que este mundo no le corresponde. Porque en la América de Trump, que emerge de las profundidades a las urnas y golpea en las calles, solo hay mundo para algunos y no hay segundas oportunidades.
Pilar Beltrán, aquella profesora de Bachillerato que enseñaba Historia y que decidió mudarse a Oviedo y abandonar todo su mundo, era especial. Se implicaba en las preocupaciones, inquietudes y desventuras de un grupo de adolescentes conflictivos como si fueran sus propios problemas. Pero lo hacía porque, además de enseñarles, aprendía de ellos mientras se convertía sin pretenderlo en la mujer que todas las españolas querían ser. Aprendíamos de ella y nos sentíamos poderosas. Y eso que Diosdado jamás llegó a pronunciar la palabra empoderamiento, ni falta que le hacía.
Una lástima que Segunda enseñanza nunca llegara a USA. Las urnas del aciago 2020 y los discursos trumpistas y tramposos contra el recuento de votos demuestran que los americanos tienen demasiado que aprender y que el mundo que desean se parece bien poco a un lugar del que valga la pena enamorarse. Dios bendiga a la Diosdado, allá donde quiera que esté.