“Que nada nos limite. Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que la libertad sea nuestra propia sustancia"
Simone de Beauvoir
La culpa, una de las emociones más destructivas y castrantes, es un recurso inagotable, un tema que se repite, ya que los pasos dados se desandan una y otra vez, cuando parece que se avanza hacia la libertad. Pero no es así en absoluto. Las mujeres no podremos ser libres jamás si no hay una transformación profunda y radical, no de boquilla ni pintándolo todo de violeta. Y falta mucho. Y si no saben de qué les hablo, reflexionen sobre ello observando un ratito lo que tienen alrededor. En pleno ocho de marzo se vuelve a poner de manifiesto el enfado y la perplejidad (bueno, no tanta), ante las exigencias sobre nuestra condición.
Se nos exige ser trabajadoras impecables, hijas perfectas, madres primorosas, modelos de Vogue, amantes dispuestas, señoras moralmente aceptables, discretas, ordenadas: mujeres de provecho y por derecho. Y esta realidad es asfixiante ya que nos boicoteamos a nosotras mismas cuando no nos boicotean los demás. Y al final, la culpa, porque si no llegamos a todo, somos malas madres, malas esposas, malas jefas, malas trabajadoras, malas, malas, malas. Culpables. Culpables. Pero sobre todo culpables de querer trascender el deseo de una habitación propia, una identidad propia: queremos un trozo de mundo propio, o el mundo entero, sin encontramos obstáculos detrás de cada esquina, en las caras de los vecinos (y las vecinas), en las compañeras envidiosas y en los misoginia tatuada en la frente de muchos con los que no tenemos otro remedio que cruzarnos a diario. ¿Les suena?
La culpa, siempre la culpa si se decide no seguir comiendo con la cuchara que se escoge toda la vida (ay, esas abuelas, suegras y exsuegras que perpetúan, pobrecitas mías, los únicos patrones que conocen, qué peligro). Si se decide dar carpetazo a una forma de vida infeliz, al final la culpa, toda la culpa, cae sobre los hombros de las mujeres, y el peso entero de la existencia. Y en unos tiempos tan modernos como los de ahora, la igualdad digital es una entelequia, pues vuelve la culpa (que nunca se ha ido), y la vergüenza disimulada si alguien le espeta, a una joven madre divorciada, en un cumpleaños infantil, por ejemplo, el temido “te he visto en Tinder”, comentario siempre de alguno que también está en esa red social, pero de pleno derecho, claro, porque buscar pareja, amigos o simplemente sexo no está mal visto entre ellos, pero en ellas, en nosotras… ¿me equivoco?.
Muchos prejuicios y basura que limpiar, comenzando por todo lo que sobra dentro de nuestro interior, claro. Partiendo de que el uso de Tinder es sólo un ejemplo, hay otras muchas situaciones en las que una mujer madre no es libre, pero un hombre padre, sí. Y casi siempre, a pesar del sistema del que nos aprovechamos cuando hay maltrato, según la ultraderecha, un hombre separado puede rehacer su vida con aplausos, mientras que los recelos, el resquemor y los ojos inquisidores se ciernen sobre las cabezas de aquellas mujeres que entienden por fin que para poder hacer felices a sus hijos, las que los tengan, primero se ha de cuidar la casa propia, la felicidad propia, y no al revés. Pero la culpa cuando se desafía esa abnegación que tenemos inculcada, emerge, espinosamente, y nos bloquea para emprender el camino del resto de nuestra vida.
Este es el primero de los artículos en los que voy a reflexionar sobre muchos asuntos para arrojar, o intentarlo, un poco de luz en esta travesía tormentosa que las feministas emprendemos para que se nos entienda, para lograr esa libertad ansiada que siempre se nos ofrece con letra pequeña, esa moto sin ruedas que nos vendieron sobre conciliación laboral que no existe, la esclavitud de la imagen, la brecha salarial, el techo de cristal, etc. Como dicen la chirigota genial de Cadiwoman, “Las madrinas”, no es cosa nostra, es cosa tuya… pero hay que intentar que se vea así, desde todas las perspectivas, evitando topicazos y errores comunes.
Comentarios