Los espectadores de un cine de Valencia se perdieron esta semana la última película de Amenábar, Mientras dure la guerra, ambientada en la Guerra Civil española. Un grupo de ultraderechistas, al grito de “Arriba España”, “Viva Cristo Rey” y otras consignas, de esas que se aprenden en quién sabe qué campamentos de verano para cabezas rapadas –y vacías–, salió de la película para desalojar la sala berreando contra quienes habían pagado su entrada. “Desde Raza, en este país no se hace cine como Dios manda”, debieron pensar. Unos segundos antes, los mismos ultraderechistas, esta vez 80 años atrás y dentro de la pantalla de la sala, llegaban a la Plaza Mayor de Salamanca para anunciar, con los mismos gritos y provocando la misma vergüenza ajena, que todo el mundo quieto, que venían a salvar España. La forma de hacer el ridículo por España, como demostraron sabiamente los ultraderechistas del cine de Valencia, se mantiene intacta por muchas décadas que pasen.
La película de Amenábar le muestra a quien ha tenido estos días la suerte de no ser interrumpido por fascistas, que hay muchas otras cosas, además del ridículo, que este país mantiene intactas con el tiempo. La intelectualidad oficial es una de ellas. Mientras dure la guerra nos muestra a un Miguel de Unamuno al que la historia –la de Amenábar– saca poco favorecido. Ajeno al conflicto social del momento, encantado de haberse conocido y cómplice de unas élites de las que asegura no ser cómplice. El Unamuno de Amenábar justifica el golpe militar contra la República –incluso lo apoya económicamente-, se encoge de hombros ante su carácter represivo y mide las consecuencias del fascismo en función de cómo a él y a su círculo inmediato les va en la fiesta. No les acaba yendo bien, claro. Ya se sabe… Primero vinieron a buscar a unos y no dije nada, luego vinieron a buscarme a mí y al fin dije algo.
El personaje de Unamuno, al que Amenábar dibuja tirando del hilo de aquella mítica escena en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, es, salvando las distancias de cada época, el mismo intelectual español de la actualidad. Ese que, desde tribunas, ayer en la universidad, hoy en los medios, tiene un discurso dócil con el poder vigente. Imposible imaginar a esos señores que todos tenemos en mente, despotricando en sus columnas semanales o sus apariciones televisivas contra un sistema monárquico absurdo –en esto Unamuno sí fue valiente–, contra el destrozo generado por las élites económicas o contra los políticos incapaces que apuestan por la vía represora para (no) solucionar el conflicto territorial. Al contrario, el intelectual oficial, como el Unamuno de Amenábar, buscará acomodo intelectual a cada nueva barbaridad que ejecute el poder mientras se escandaliza si, por ejemplo, el feminismo propone la palabra miembra. La escena en la que Unamuno entra en cólera por una mala redacción de un texto mientras observa con serena calma la represión fascista es impagable.
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