Hijos de fontaneros que ignoran cómo purgar un radiador; hijos de albañiles que desconocen la fórmula para hacer mortero; o hijos de electricistas incapaces de cambiar un enchufe, como es mi caso. Eso sí, con estudios universitarios.
Que la juventud actual no está a la altura de las anteriores generaciones nunca dejaremos de escucharlo. Bien por el narcisismo que nos caracteriza o por el afán de querer mejorar la especie mediante el constante toque de atención, esta es una de las reflexiones más repetidas que hemos oído de abuelos, padres y que, probablemente, haremos nuestras en un futuro no muy lejano. Nativos digitales; ignorantes analógicos. Más de uno andaría todavía perdido si no fuera por Google Maps. Hablo por mí, pero también por muchos, aunque afortunadamente existen excepciones. Encontrarlas es más fácil en el mundo rural, donde el contacto con la vida es más estimulante y motivador. No tengo certezas pero tampoco dudas.
La superioridad puede aflorar cuando nuestros antecesores solicitan auxilio por cualquier mínimo inconveniente en su móvil u ordenador. Pero contrasta cuando nuestros gritos juveniles resuenan no para pedir consejos amparados por la experiencia, sino para cosas tan básicas como cambiar una bombilla. Eso sí, con la suficiente capacidad para llevar a cabo en cuestión de segundos un estudio de mercado de los mejores electricistas de la zona, comparándolos por cercanía, precio y calidad. Mientras unos contemplan exhaustos la habilidad para solventar contratiempos digitales sin apenas parpadear, otros observan con incredulidad la sencillez que supone desatascar un fregadero (no me pregunten cómo se hace). Y no, no hay un problema más importante que otro. Esto no va de categorías, va de necesidad.
Paradójicamente, las generaciones juveniles mejor formadas y preparadas en términos educativos, chocan con una realidad de ignorancia en la habilidad para una actividad manual. La independencia académica frente a la dependencia de planchar o coser un botón. La libertad intelectual que da la educación frente a la sumisión de llamar a un carpintero para poner un cuadro en el salón. Menos mal que la vitrocerámica ha sustituido al gas butano. Y que la creatividad de la comida precocinada roza su esplendor, además de sus ventas. El consumo de tortillas de patatas y pizzas refrigeradas o congeladas aumentó alrededor de un 25% en 2022. Qué raro. Todo sea por ahorrar tiempo e invertirlo en la pantalla. Pero para raro lo de Ikea. Eso de que cada cual monta sus propios muebles ha sido, sin duda, un contrasentido ante esta realidad.
Falsa sensación de que esos trabajos cotidianos que hemos podido aprender de los antecesores no están a la altura de sacarnos una carrera universitaria. Profesionales hiperespecializados en cuestiones tan revolucionarias como futuristas. El conocimiento está en Google, pero también en los progenitores. Evitar que los hijos se ensucien las manos y afincarse en el sobreproteccionismo quizá es una de las causas.
Parafraseando a mi propio padre, nadie debería pasar por la dureza y crueldad de ese servicio militar obligatorio conocido como mili. Su objetivo carecería de sentido en la actualidad, no hay duda, pero medio verano probablemente sería más que suficiente - aparte de para dar alguna que otra advertencia a más de uno - para aprender aspectos básicos de “supervivencia” diaria.
No se extrañen si en breves se dispara —si es que no ocurre ya— la demanda de jardineros a domicilio que cuiden las pocas plantas que adornen la casa. O directamente se sustituyan por las de plástico. Quién sabe. Aunque siempre les quedará buscar en internet a los más inquietos; consultar y atender a sus padres a los más interesados en aprender; o llamar a un profesional —que, por fortuna, los hay— a los más indiferentes. Leí por ahí que lo que se les da a los jóvenes y niños, estos lo devolverán a la sociedad… Juventud perdida no creo, pero sí súbdita de Google y huérfana de autosuficiencia vital.
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