Me gustaba de pequeño ver dibujos animados en la tele. La mía es una de esas infancias, dicen ahora los catedráticos y los pedantes, "mediatizadas" por la pantalla. La del televisor, en mi caso. Pero también arraigada con lo analógico. Doraemon era como el fútbol, comentabas el capítulo al día siguiente. A lo sumo, a la tarde en la tarde en la plazoleta. Pero no había prisa. Todo iba un poco más lento.
La mía también es una generación que se encontró con un smartphone en la mano de un día para otro ya con granos, un humor ambivalente y exámenes finales. Nos pilló el 15M cuando aprendíamos a teclear sin erratas. Esa parte analógica desapareció. Comenzamos a vivir en las nuevas plataformas y nuevos medios digitales y ya no comentábamos tanto al día siguiente. Los temas ya estaban hablados de antemano por nosotros y por otras tantas miles de personas. Hubo un momento en que incluso empezamos a hablar de los que hablaban en esas plataformas, dando lugar a una conversación muchas veces absurda, que daba vueltas sobre un mismo tema.
El tema era sencillo: esa utopía que el tiempo nos vendía. El ensanchamiento de la democracia, la transformación del paradigma social basada en la ciudadanía. Una forma ideal, la zanahoria de cualquier joven, de entender nuevos caminos políticos, fundar una nueva sociedad. Reclamar justicia, transparencia. Las palabras eran muy gruesas siempre, como ves. Eso no ha cambiado.
Lo que sí cambió muy pronto fue la ingenuidad de la propuesta. Esas redes sociales aparecían como caídas del cielo. Y pensamos, da hasta vergüenza decirlo, que en esos abiertísimos campos de debate y conocimiento, la polis era más sugerente, más seductora. Más participativa. Más directa. Pero era un negocio. Evidentemente. Solo que el día que nos dimos cuenta, años más tarde, ya sin granos ni exámenes finales, sino con trabajos precarios y mediatizados por esas pantallas, nos vimos obligados a un conformismo, ya sin utopía ni nada, cuyo régimen no era otro que un eterno esclavismo conectado a nuestro sistema nervioso y, a veces, a nuestra cuenta bancaria. Lo que antes era una éterea y digital plaza del pueblo, se convirtió en un lugar de cambio.
Aparecieron los branding, engagement y un sinfín de palabras en inglés que nadie soporta salvo que le rente, eso, económicamente. Como todo en esta vida. A esas alturas, Twitter, Facebook o Instagram ya eran un ataque indiscriminado a una forma humanista y anticapitalista de ver la vida, mucho antes de que los dueños de estas corporaciones prácticamente se confesasen fascistas. Antes de que un Elon Musk hiciese el otro día un saludo nazi en fondo y forma en la investidura de un presidente de Estados Unidos, el marco de vida que habíamos comprado ya era una trampa. Una que había acabado con la salud mental de la mayoría como picadora de carne, que ponía las manos en la cabeza a neurólogos, pedagogos y trabajadores sociales, que no daba tregua y exiliaba de la vida a quienes no cedían cada acción diaria a un aparato.
Mientras tanto, para quienes seguimos entonces con la mano cosida a los Android y Iphone, lo único que nos ha mantenido sin lanzar la voz de alarma era la existencia de burbujas en esas plataformas. Y nos hemos revuelto, ahora, cuando hemos visto esas burbujas atacadas. Y la mayoría de esos usuarios, porque ahora somos usuarios, no personas, sencillamente, buscan otras. No deja de ser gracioso que la amenaza de un totalitarismo fascista de dimensiones antes no conocidas en este siglo suscite como respuesta en nosotros la patética búsqueda de una nueva cámara de eco. Hay algo que se ha roto.
Decía Pasolini, que para esto fue muy ducho, que "el burgués -digámoslo en son de broma- es un vampiro que no descansa mientras no muerde el cuello de su víctima por el puro, natural y simple placer de ver cómo palidece, se pone triste, se deforma, pierde vitalidad, se retuerce, se corrompe, se asusta, se anega en sentimientos de culpa, se vuelve calculadora, agresiva, terrorista, igual que él". Yo todavía siento el mordisco. Es como si nos hubieran arrebatado cualquier forma de vida distinta a esta. Y así vampirizando nos han convertido en marcas de nosotros mismos a los que no les interesa mucho escuchar al otro.
Esas cámaras de eco son nuestro ataúd, del que nos revolvemos por la noche con ansiedad, mirar al techo y pensar que el mundo se acaba. Pasolini hablaba de la televisión entonces, imagina. Y no es esta una nostalgia naif, ni nada por el estilo. Es que "plazoleta", por alguna razón, es una palabra que ahora siempre suena a viejo. Y hace mucho que no veo una serie con alguien y la comento al día siguiente y no por un chat. Y me gustaría vivir un día sin un móvil acechándome que me dice la hora. Y me gustaría conocer a la gente poco a poco, en la cotidianidad de la vida y no por una bio de 150 palabras y una foto. No hay cosa más radical y necesaria que, valga la redundancia, repensar y buscar la raíz del monstruo que hemos creado para matarlo. Hagan falta ajos, estacas o un gato cósmico.