El veraneo es una huida y el verano es simplemente más sol, más calor, a veces demasiado. Son muchos lugares sin sombra o con sombra de pago; en realidad es una gran performance que esta semana termina oficialmente: un final por decreto de mundos ficcional o performativamente inventados, de vidas deseadas o deseables. Los diarios empiezan a llenarse de comentarios sobre la nostalgia y la melancolía. Las carreteras, a llenarse. Los amores fugaces, a despedirse. Los juegos sin horario, hacen como que no saben que terminarán.
La sensación suave del final se acerca, de a poco: los adultos conocen que será inexorable, a los adolescentes se les empezará a torcer el carácter, según, o sustituirán mentalmente ese final con la vuelta a sus amigos, a sus novios y a los lugares de su confianza. Incluso con la vuelta a las clases. Los adultos tendrán bastante con su frustración por tener que abandonar el mundo de fantasía construido para varias semanas. Los niños, esos eternos desapercibidos, podrá ser que se alegren de volver a casa. Podrá ser que a todos les plazca volver a casa, porque el veraneo no fue lo que deseaban ni esperaban: demasiada gente, demasiado caro, demasiado ruido, demasiada satisfacción por encargo que luego no le satisfizo a nadie.
Puede ser que el verano sea el único lugar temporal que nos quedó para reencontrarnos con nosotros mismos, con nuestra raíz conectada a la naturaleza. Habrá quien diga que eso resulta así porque el clima es más benigno para disfrutar de la naturaleza. Bueno, las Navidades, cuando había pueblos, eran lugares a los que también se regresaba, a la naturaleza, a celebrar la nieve, el invierno llegando.
Siempre extrañé no tener un pueblo; siempre busqué en los pueblos. De chicos buscábamos zampaburus, renacuajos, en el único lugar-pueblo que nos había dejado la urbanización: había un camino de tierra, unas tablas que formaban una suerte de casucha, txabola, unos árboles, agua que corría y se estancaba. La cultura de los bosques es hoy para mí reconocible en aquellas excursiones de la niñez. Como las que nos devolvían de la playa a la casa a través de los bosques de Umbe. Nada que ver con aquellas apariciones… Los veranos, mucho más allá de los veraneos, eran verde y sal. No faltaba la lluvia. La sombra no era de pago y las sombrillas de paño. Para mí el veraneo era algo incomprensible y lo sigue siendo. La vida se integraba al verano y si había excursiones era para profundizar en el placer de ser lo que en verdad éramos y ni reconocíamos que fuéramos: seres de la cultura del bosque y el campo, y del mar, la sal y la arena.
Veranear es una fuga comercializada ya desde viejo. Los cambios de aires, centralizados en el verano, siempre fueron convenientes, necesarios, recomendables. En especial con el avance de unas vidas, las que llevamos, alienadas, vaciadoras de nuestras almas, negadoras de nuestras sensibilidades. Resulta que el cambio de aires, algo tan silvestre, se volvió algo muy reglamentado: el veraneo, fundamentalmente. Quizá por ello, porque el veraneo es prolongación de lo de todos los días, volvemos más cansados de lo que salimos: cansados de la vida que llevamos. El veraneo es programa para que los niños no den la lata, para que los adolescentes ganduleen bajo control y los adultos performateen vidas ajenas a sus propias vidas, entre deseadas y deseables.
Nuestros veranos, cuando ya no disponían tanto de nuestro tiempo nuestros padres, eran irnos a la playa nudista, y el verano duraba todo el verano; nos perdíamos en los bosques y dormíamos bajo los voladizos de las ermitas todo el año. Sí recuerdo un verano en un caserío, entre maizales cuyo verde frescor nos entregaba el sol. Uno en el que pastoreé ovejas por los montes, aprendí a usar la azada en un huerto en bajante y no hablé ni una palabra de castellano. Y otro de casitas abandonadas y ocupadas en el que nos hicimos aldeanos y tuvimos incluso huéspedes pacenses anarquistas. Rehabilitamos las casitas, especialmente destruidas para que no fueran habitadas, había fiestas psicodélicas y la música salía gracias a una batería de auto que a saber quién trajo. Cuando llegaron los viajes no fueron para abrazar un veraneo que substituyera los veranos, sino unos veranos que querían tomarse todo el año. Algo que la digitalización de hoy permitiría, permite, se lo aseguro, y que la autoridad competente impide.
Los pocos veraneos que viví fueron siempre lacios y terminaban en abandono, se le veía el truco a la magia y todo el mundo quería marcharse el primero para no quedarse solo.
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