Verano del 24: Y todo cubierto de niebla

Es la emoción de entrar pidiendo permiso en un lugar al que me dejan entrar y no hacen respingos

Verano del 24, artículo de Pablo Martínez Calleja.
Verano del 24, artículo de Pablo Martínez Calleja.

La contraseña del wifi del bar donde voy a desayunar hoy es volte-sempre. El barcito me pareció inspirador a primera vista, con su luz de tubo fluorescente, su barra de falso mármol rematada por una chapa de acero, su vitrina refrigerada y su ser de sempre, aunque el turisteo haya transformado la ciudad enormemente. La mujer que atiende la cocina, con su pañoleta azul anudada a la cabeza, sale de vez en cuando a chusmear, a ver cómo va el día. Uno de los muchachos filetea una pieza de carne, calculo que para el almuerzo; el otro me atiende con toda amabilidad y no respinga ante mi portugués, algo más desoxidado.

Entra un jubilado, un hombre joven que va al trabajo, imagino. La mujer que estaba sentada a una mesa se levanta y se va. No la sitúo en algo concreto. ¿El jubilado habrá venido a desayunar y a cambiar unas palabras con el muchacho para salir de su soledad? Supongo, pero pudiera confundirme. Imaginar las vidas de los otros en un simple y primer golpe de vista parece. Entra otro hombre joven, se sienta. El siguiente jubilado, con bolsas: viene de hacer alguna compra que no identifico. El volumen de las voces se alza. La cafetera comienza su ruidosa actividad: el vapor para algún café con leche. Llegan, juntos, un hombre y una mujer. Se me ocurre, lunes, a esta hora de la mañana, ¿vendrán de un médico?

Afuera, una terraza vacía, la única nota de modernidad que este bar se permitió, parece. De la moldura de escayola, sobre la barra, caen, de cuando en cuando, hojas de plantas verdes de plástico. Un reloj es el centro de la pared tras la barra, y del bar. El tiempo. Ese que ha venido hasta acá para olvidarse de a qué vino, entre estanterías de vasos impolutos, botellas varias y una fila de solo cachaça 51. Si eso hubiera faltado hubiera podido levantarme e irme, solo porque este bar sería trucho. Brasil y Portugal se juntan acá, donde la diversidad parece que existió siempre, y sigue, incluso antes de la palabra. Un bar donde cada uno es de su casa y todos del barrio; del mismo barrio. Hoy diríamos intergeneracional e interclases. La tele está callada; se agradece.

Por la vereda va y viene la gente de sus mandados. Una mujer muy mayor lleva a su marido del brazo, pasito a pasito, porque el hombre apenas puede caminar. Sube una mujer con la bolsa de algún supermercado cargada cuesta arriba. Entra y saluda. Entra, por fin, la figura galeón de todo lo que estoy contando. Parecería que yo ya supiera a qué entraba cuando me metí acá. Conscientemente no. Entró, recién, un hombre que si hubiera hecho su aparición en un pueblo de Ávila lo hubiéramos podido tomar por Agustín García Calvo. El matrimonio que parecía venir del médico resulta que viene de España. Pero no es él, aunque pudiera, como digo. Tampoco lleva un burro sujeto a un cordel, pero igual es un vagante que vaga a su manera.

A solo unos pocos metros de acá se arremolina una enorme masa de jóvenes o de quienes juegan a todavía parecerlo, la mayoría turistas, visitadores y viajantes de un comercio. Surgen en la vereda dos jóvenes cargadas con sus mochilas de viajeras. Decía, viajantes de un extraño comercio cuya mercadería son los viejos que todavía osan habitar estos barrios pintorescos que los visitadores de escenarios desean solo para ellos. Dobló la esquina alguien que parecía un recluta, y es que el centro de reclutamiento está apenas a dos cuadras de donde me siento. No son barrios pintorescos, son calles y casas que tienen casi las mismas arrugas que ellos, manchas, rotos, rasgados y parcheados: son las huellas de una vida, parecería, lo que los visitadores de parques temáticos quieren tener cerca porque la vida se les fue lejos. Es la emoción de entrar pidiendo permiso en un lugar al que me dejan entrar y no hacen respingos, aunque miren entomologizados: sus diferencias ya las conocen entre ellos, las mías les son nuevas y quieren saber con quién se las tienen.

La pena es que no podré venir acá por el almuerzo. El muchacho no deja de subir y subir carne de las neveras.

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