Al igual que los árboles, según vamos creciendo —sumando anillos—, más pesa nuestro centro. Debe de ser por la sed que sube desde las raíces.
Y esa sed se acrecienta cuando el cuerpo no basta. Es necesario, entonces, que bajemos a lo que nos eleva, una caída hacia la luz, para encontrar espejos y refugios, para cruzar un puente hasta nosotros.
Decía Juan Ramón Jiménez: "¿Cómo una voz de afuera / llega a ser nuestra voz / y hace decir sus cosas / a nuestro corazón?". Es esa la razón del arte, ese es su dónde, ese es su cuándo; el soplo con que aviva la parte más humana de nosotros: donde nos vemos sin haber estado, cuando sentimos que hay quien, sin que nos haya visto, nos comprende.
Como dice José Mateos: "Lo que vale de cualquier obra de arte siempre estará fuera del tiempo". Y para que consiga estarlo, para encontrarnos dentro de ella, debe llevar consigo, inevitablemente, una importante dosis de verdad.
La verdad podría entenderse como algo absoluto, objetivo, como algo que cualquiera reconocería como tal; la belleza, en cambio, como una cualidad subjetiva que depende de quien mira. Cuando ambas confluyen, en los campos del arte, acaban resultando en algo que nos mueve, que revela y transforma. Esa palabra justa —o ese silencio exacto— salvan un tiempo. Y, entonces, la verdad se transforma en belleza que pervive.
Este milagro cotidiano ocurre cuando la voz del arte habla en presente, sin que importe el momento en que se hiciera, cuando aspira a ser clásica antes que a ser moderna. Aquello que es sincero es capaz de seguir hablando de tú a tú con cualquier hoy. Por eso, aún nos emociona, como el amor probado, consabido, de Lope; o el que llega al trasmundo, como el de Garcilaso o el de Dante; o la fugacidad cantada de Manrique; o la vida sin ruido de Horacio y Fray Luis; o los abriles crueles, sin compartir, de Eliot; los gritos sin respuesta que imaginara Rilke; o por las semejanzas en las flores del vicio que cantó Baudelaire.
Esa emoción que nos hermana, esa verdad, igual que un corazón, que late sin ser visto, resiste el peso firme de mantener la obra con vida.
Aunque cuando la vida es brusca, cuando nos desabriga, también es necesaria la razón musicada. Entonces vuelven a nuestros oídos aquellos versos de Gil de Biedma: "Que la vida iba en serio —uno lo empieza a comprender más tarde—, y envejecer, morir, es el único argumento de la obra".Porque quejarse es fácil, y sin esfuerzo nos llenamos de suspiros. Por eso es vital aprender de otros ojos más hondos, conscientes de que existen otros páramos, que saben aprender a decir "gracias" después de que los vientos asolasen sus surcos, de esos que nos enseñan a conformarnos con la vida, a recibir, como si fuera poco, lo mucho que nos da.
Recuerdo, en este punto, por ejemplo, un poema que enseña a dar las gracias, de Josep María Rodríguez, llamado Fin: "Primero vino el daño, / ahora, la gratitud. / Así nuestra ruptura:/ Lo mismo que el alcohol / en una herida". O aquellos otros versos, de hondura en la mirada, de Garcilaso de la Vega: "Cuando me paro a contemplar mi estado / y a ver los pasos por do me ha traído, / hallo, según por do anduve perdido, / que a mayor mal pudiera haber llegado".
Tal vez llevemos todo dentro, quizás sea cuestión de querer escucharnos en nuestra propia voz o en una voz hermana, y que, al modo gradual en que un ojo de patio se ilumina, se vaya aminorando nuestra noche.