Como un flan. Los momentos antes del parto son una montaña rusa de sensaciones que uno no sabe ni cómo explicar. Pero, a pesar de todos los miedos, ves por primera vez los ojos de tu hija que miran al horizonte buscando a esa madre que le dio la vida. "Todo irá bien, pequeña". Los que hemos sido padres sabemos que es la frase más repetida en esos momentos donde nervios e ilusión se entrelazan como sus manos con las tuyas.
Una vida que las promete felices. Vas viéndola crecer y cómo sus metas, que son tuyas y de su madre, las va consiguiendo. O no, pero ahí estás tú para levantarla si el asunto se tuerce. Faltaría más. Una guardería satisfactoria, con sus bocados y arañazos lógicos; un colegio rodeado de amigos y amigas que, por las tardes, dan vida a su alma. Las primeras salidas sola con su pandilla por los alrededores de la casa con un paquete de chuches en la mano. Su Primera Comunión vestida de blanco radiante con la foto familiar que no falla. El calendario que pasa tan deprisa.
La vida no es más que ir quemando etapas y dejar huella entre los que te acompañan o se topan en tu camino. Huella que sea como la bota en el barro después de un fuerte aguacero: que quede marcada para siempre cuando el sol lo seque y recuerde tu paso por ahí. Esa misma huella que dejó impronta en el carácter de tu hija. Esa huella…
Y llega la adolescencia. La etapa más compleja en la que ningún adulto es capaz de dar con la tecla porque nos faltan herramientas. Y calle, mucha calle. Aquella niña que salía por primera vez con sus amigos del cole prefiere escapar de su zona de confort y dar rienda suelta a esa rebeldía tan propia de la edad. La que -casi- todos hemos sacado fuera alguna vez, simplemente por ir contra lo establecido, bien en casa, bien en el instituto, bien con tu gente. Nuevas amistades, nuevos caminos, nuevas experiencias… Y nuevos miedos. Miedos para unos padres que se han desvivido y que ahora no pegan ojo en un continuo estado de alarma porque la edad lo exige.
Pero aquel día frío las llaves no sonaron en el cerrojo, ni hubo bronca por llegar tarde, olor a tabaco o a alcohol. Ojalá hubiera sido así y que todo hubiera quedado en un castigo más, en un fin de semana menos en la calle, entre caras largas y encierros eternos sobre una cama sin hacer en un dormitorio lleno de pósters y fotos con colegas. El tiempo se paró para Antonio del Castillo y Eva Casanueva un 24 de enero de 2009 en la calle Argantonio, del barrio de León XIII de Sevilla.
Quince años después, la pesadilla continúa y el dolor se eterniza por los continuos varapalos judiciales que sólo hacen alargar un sufrimiento inhumano tan innecesario. No poder despedir a tu hija debe ser terrible. Los hijos estamos preparados para dar el último adiós a nuestros padres, pero nunca para el de un hijo o hija. En este caso, ni eso. Y no voy a entrar en valoraciones contra la justicia ni los jueces de este país, pues no me corresponde. Y el periodismo a veces peca de ello. No tenemos la razón universal. Pero entiendo a esa familia.
La familia de Marta del Castillo bien merece que, de una vez por todas, las estructuras del Estado puedan dar carpetazo, de una santa vez, a un dolor que comienza a ser insufrible, para ellos, para todos. No es justo todo lo que han tenido que aguantar: tantas máquinas excavadoras yendo de un lado para otro sin resultado; aguantando declaraciones veletas de un preso caprichoso que, quién sabe por qué, cambiaba de opinión como de camiseta. Qué injusta es la vida y qué cruel está siendo con este humilde matrimonio y sus familiares destrozados desde aquella fatídica noche de enero de 2009.
Entre amnistías, máquinas del fango, renovación del CGPJ y elecciones en Francia, que nadie se olvide que Antonio del Castillo y Eva Casanueva siguen a la espera de que Marta del Castillo vuelva a casa por última vez, con el sueño de poder despedirla para siempre y respirar algo más tranquilos, porque el puñal sigue clavado bien hondo. Ya basta.