Todo el año deseando que llegue el verano para desconectar y relajarnos… Y ya estamos agobiados solo de pensar en todas las cosas que hay que hacer para irnos de vacaciones. En invierno nos imaginamos tumbados en playas paradisíacas, devorando libros sin fin, sin llantos que nos molesten, sin arena pegajosa y disfrutando de la brisa marina a unos perfectos 24º. La realidad, sin embargo, es que acabamos más cansados en septiembre que en junio. Ya saben: el sueño se convierte en pesadilla con playas abarrotadas, chiringuitos donde reina la fritanga y nosotros pegados al móvil dejando los libros como adornos de mesita de noche. Pero, eso sí, quedan perfectos para la historia de Instagram.
¿De verdad esto es lo que esperábamos? Pues claro, parece mentira. El final es el de siempre: una familia cargada con media docena de neveras caminando bajo un sol abrasador entre un mar de sombrillas y cuerpos sudorosos, con la esperanza de encontrar un hueco donde colocar la toalla sin invadir el espacio vital del vecino. Al final, el momento de paz y serenidad que anhelábamos se convierte en una búsqueda constante de un lugar para poder respirar sin sentirnos como sardinas en lata.
Luego está la semana fuera de casa, si el sueldo lo permite. Y ahí estamos, mudándonos diez días con la ilusión de cambiar de aires. Y no acondicionados. La realidad es que, tras rellenar varios maletones que ni el baúl de la Piquer, acabamos usando el mismo pijama todos los días, porque total, ¿quién necesita más? Las siestas se vuelven un ritual de supervivencia, sin camiseta y bajo el ventilador, porque el calor no da tregua. La idea de arreglarnos para salir a cenar se desvanece rápidamente; el sofá y las series se convierten en el plan estrella. Y, al final, esas vacaciones tan esperadas resultan ser una rutina más desaliñada que la que dejamos atrás en la ciudad. ¿Quién podría imaginar que mudarse a la playa acabaría en una especie de campamento de desidia, donde la máxima aspiración es no cambiarse de ropa y sobrevivir a base de bocadillos y helados? Y los gimnasios frotándose las manos de cara a septiembre…
¿Y qué me dicen de este gran plan? La obra maestra de la planificación veraniega: un viaje al norte de España, en busca del frescor y la tranquilidad que nos niega el sur. Pero el destino tiene un sentido del humor retorcido y, al llegar a Orense, nos recibe una ola de calor de 40ºC. Sin playa a la vista para refrescarnos, solo nos queda rezar por el aire acondicionado del hotel. Así, el viaje que prometía ser la escapada perfecta se convierte en una carrera de obstáculos contra el calor. Sí, en Galicia también hace calor. Y no es nada nuevo. La imagen de paisajes verdes y lluvias quedó para Edimburgo.
El verano, con todas sus promesas de descanso y diversión, puede convertirse en una trampa de expectativas no cumplidas y agotamiento. A veces, menos es más. Si aún estás a tiempo, tal vez deberías recordar que el verdadero descanso no se encuentra en playas abarrotadas ni en planes extravagantes, sino en la capacidad de desconectar de verdad, en disfrutar de la compañía de los nuestros, en saborear un buen libro bajo la sombra de un árbol y, sobre todo, en dejar que el tiempo pase sin prisas ni presiones. Alejado del mundanal ruido o, al menos, sabiendo huir cuando el gentío moleste.
En definitiva, si eres de los que necesitan paz, la próxima vez que pienses en planear esas vacaciones perfectas, quizás deberías considerar quedarte en casa. No te dejes llevar por la marea. Total, allí la playa está solo a un cambio de fondo de pantalla, la fritanga es opcional y siempre puedes fingir que el ventilador es una brisa marina con tu pulverizador del todo a cien. Porque, al final, ¿quién necesita esas molestas olas y arena pegajosa cuando puedes tener la paz y tranquilidad de tu propio sofá? ¡Qué poquito cuesta ser feliz!
¡Ojú, ya llegó el verano!
El verano, con todas sus promesas de descanso y diversión, puede convertirse en una trampa de expectativas no cumplidas y agotamiento
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