Supongo que el escalofrío de esas madres y padres de los alumnos del colegio de Las Esclavas de Cádiz cuando se enteraron de que se había caído a plomo el techo de la capilla del centro sería espeluznante. Y no es poco el escalofrío que nos entra a todos el pensar que la maltrecha fachada el edificio hubiera también colapsado y se hubiera precipitado hacia la avenida de la ciudad. Afortunadamente dentro de la capilla no había nadie, eran las siete treinta de la mañana, y la fachada pudo ser derribada de manera controlada por una empresa de demolición después de comprobarse que, sin remedio, sería cuestión de horas el que se desplomase.
Es de suponer que estas instalaciones, colegios, tienen una normativa más o menos exhaustiva, sobre su mantenimiento, controles sobre su estado general. Según lo conocido hasta el momento, se estaba realizando una inspección técnica que ya desde el inicio recomendó clausurar dicho edificio ante el evidente riesgo de derrumbe. Al parecer las grietas y, en definitiva, precisamente ese estado general al que aludíamos antes, era penoso. Un día antes, la dirección de la entidad comunicó a los padres y madres que, por precaución, se trasladaba a los alumnos y alumnas de las aulas contiguas a la capilla a otras aulas disponibles. No obstante, también se sabe que desde el día 1 de septiembre la dirección de la escuela conocía el riesgo de derrumbe de la capilla.
Todo esto sucedió el jueves, yo me enteré casi al instante verificando noticias en internet. Lo primero fue la información a secas, lógicamente, no cabía más que comunicar el siniestro: el derrumbe del techo de la capilla del colegio de Las Esclavas de Cádiz. Segundo, e imprescindible: no han habido daños personales. Bien. Casi al momento cualquiera tenía en pocas frases y de manera inmediata la información del hecho y sus consecuencias más importantes, incluso rápidamente teníamos fotografías en las que se nos mostraba el lugar del siniestro. Hasta ahí nada nuevo bajo el sol, la cuestión es que a partir ese momento uno supone que todos nos hacemos algunas preguntas básicas, pero recurrentes, cada vez que ocurre algún hecho de este tipo: ¿Quién tenía la responsabilidad de que el edificio estuviese en condiciones –recordemos que es un colegio, la capilla es un equipamiento más de ese centro religioso, y concertado, es decir que cobra del estado por esos servicios–? ¿Hubo alguna conducta negligente, por acción u omisión? ¿Por qué, si se conocía el estado ruinoso de la instalación, no se avisó de la circunstancia a la comunidad educativa? ¿Qué dice la dirección del centro? ¿Tenían algún protocolo de actuación para siniestros –planes de evacuación…–?
Las anteriores preguntas aún no han sido objeto de la curiosidad informativa a la hora de relatar la noticia, de hecho de la pronta información y sus consecuencias –un derrumbe y no hay víctimas–, se pasó directamente a comunicarnos de manera sorprendente sobre un supuesto “milagro” que se había producido. Sí, un cuadro de la fundadora de la congregación, Santa Rafaela, había obrado el “milagro” de que el cuadro de ella misma no hubiera sido pasto de los escombros. Santa Rafaela salvó su cuadro, y en la información, monjas llorando de la emoción de ver a los bomberos, audaces, salvando el cuadro de la santa milagrosa –que ya puesta, hubiera sido menos egoísta y en vez de hacer el milagro solo con su cuadro, tendría que haber evitado, en plan Stranger things, el derrumbe del techo–. A partir de ese momento la información predominante era el “milagro”, Santa Rafaela y las pobres monjitas que se habían tenido que ir a Jerez porque sus habitaciones habían quedado clausuradas. ¿Eso es todo? ¿Eso era lo mollar, lo importante, lo enjundioso, lo noticiable? No quiero ni imaginar si en vez de un colegio religioso, privado-concertado, el colegio siniestrado hubiera sido uno de titularidad pública: ¡dimisiones! ¡querellas criminales! ¡comisiones de investigación! ¡la culpa es de Zapatero! Además se habrían convocado manifestaciones de padres y madres que hubieran condenado la conducta delictiva de los responsables de las administraciones públicas competentes. Se hubieran hechos entrevistas a padres, madres, maestros, peritos especialistas e inevitablemente alguien hubiera abierto diligencias de investigación ante el escándalo.
Nada de eso. Nada. Milagro, pero no el de Santa Rafaela, si no el que se produce cada vez que algo toca, aunque sea de refilón, los intereses o gustos ideológicos de quién tiene que pedir responsabilidades. Al final, aunque ellos aún no lo saben, el “milagro” lo van a pagar los padres y madres de los alumnos del colegio. Ellos harán, aún no lo saben, la derrama para la construcción de una nueva capilla, eso sí, será moderna con todos los adelantos tecnológicos que admite el Vaticano. También habrá veladas carnavalescas benéficas a favor de la construcción de la capilla. Habrá sorteos de cestas de Navidad a beneficio de la Congregación, y se nos informará, con todo lujo de detalles, que los colegios Josefina Pascual o Celestino Mutis tienen un grifo de agua que no funciona o un cristal roto, y se pedirán dimisiones, y habrá titulares e información a cuatro columnas, y al final todos contentos. ¡Milagro!
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