Doy un paseo por la ciudad y, como me suele ocurrir cada vez que decido empeñarme en patear despacio sus escasos kilómetros cuadrados, vuelvo a mi patria, a nuestra verdadera patria: la infancia. No es difícil escuchar los ruidos de entonces resonando en la realidad virtual de los recuerdos que siguen estando de permanente actualidad en nuestra mente.
La ciudad sigue siendo la misma, con todos sus cambios, sigue igual, yo la recuerdo igual en cuanto cierro los ojos; permanezco un rato quieto dejando que el sempiterno viento -que es el mismo de hace cincuenta años- me acaricie la cara con suavidad y me lleva a esos tiempos de prodigios.
Veo las mismas plazas y rememoro los mismos partidos de fútbol con pelotas, primero de trapo, después de plástico, imitando a futbolistas con melenas y tupidos bigotes, unos bigardos casi todos muy feos, desgarbados, como nosotros, los niños de entonces, mal vestidos, peor calzados e igualmente desgarbados y poco saludables. Por un momento me sumerjo en ese cálido sudor de interminable verano en las sombras que proyectan los ficus de mi plaza preferida.
Abro los ojos y reacciono a la realidad cuando compruebo, ahora sí, que más allá de mi ensoñación, no hay nada: la plaza, siendo la misma en su estructura, en su historia, en su alma… solo puede reconocerse en esas figuras fantasmagóricas de lo que fue y ya no es, o poco a poco deja de ser: Ya no hay niños jugando cada día el partido más importante de su vida.
Los varios estadios han sido ocupados por terrazas de bar llenas de turistas que apenas pueden percibir -sin duda no lo hacen- que están sentados encima de proezas que yo mismo realicé. No son capaces de escuchar, como yo sí hago, las voces espectrales de niños y niñas inventando cualquier juego que, directamente, posibilitaba la apropiación indebida de nuestro espacio de libertad que por ser niños nos correspondía. Hoy no. No hay niños. En mi ciudad no hay niños, y los que hay no saben que la calle es de ellos. No saben que esa plaza fue estadio olímpico y de todo lo que usted pueda imaginar. Solo turistas. Y los turistas que vienen, además, no traen niños, solo vienen personas muy mayores y con ello impiden que sus nietos puedan divertirse en el mejor espacio del mundo.
Mi plaza, sin permiso de la autoridad, fue la plasmación práctica de lo que Tonucci llamó "la ciudad de los niños". Hoy la plaza de Mina es otra cosa, seguramente algo que provocará la nostalgia -como a mí me la provoca- dentro de otros cincuenta años ¿Pero a quién? Ya no hay niños que puedan tener nostalgia de mi plaza.
Mi recuerdo, fíjese, me lleva, también en mi plaza, a una librería que estaba atendida por un joven serio, culto, amable sin almíbar; un joven que ya también deja la plaza, deja la librería. Se jubila, Juan Manuel se jubila y con él es posible que nos jubilemos de toda esperanza…o no. Mi plaza, la que fue, es inmortal porque yo la reconozco en sus gritos, en sus bancos, en sus árboles, en los libros de Juan Manuel, en todo lo que retumba en mi mente, en todo lo que me hace consciente, como dije en alguna otra columna, de cuando fuimos los mejores.
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