En Midnight in Paris, de Woody Allen, el personaje interpretado por Owen Wilson viaja cada noche a esos increíbles años 20 del siglo pasado en los que por los bares de París pululaban personajes irrepetibles como Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, Cole Porter, Salvador Dalí, Pablo Picasso, Man Ray, Luis Buñuel, Gertrude Stein, Jean Cocteau, etc. En aquellos tiempos, como escribiría Hemingway, París era una fiesta, y quién no querría sumergirse en ella. El caso es que este personaje escapa así de un presente insatisfactorio a través de la llamada nostalgia histórica, es decir, nostalgia de tiempos que no hemos vivido realmente.
Esto de la nostalgia histórica parece estar pegando fuerte. En particular, tenemos los años 80 hasta en la sopa, probablemente con la serie Stranger Things como estandarte. Pero yo, nacido en los 80, tengo nula nostalgia por esa época. Había una cultura juvenil muy pintoresca y muchos cachivaches que hoy resultan curiosos, pero, qué queréis que os diga, yo los viví y... puf.
Cuando alguien me pregunta en qué época me gustaría haber vivido, me cuesta decidirme, incluso si lo limito al siglo XX. Nacer a principios de los años 50 en EEUU habría estado bien. Me habría criado escuchando rock’n’roll y me habría pillado la adolescencia en plena apoteosis de los Beatles, para alcanzar la mayoría de edad a finales de los 60 y marcharme a Woodstock y Monterey a hacer muchas cosas ilegales.
Pero tengo también devoción por unas décadas antes en EEUU, cuando los hombres llevaban sombrero de copa y frac, la radio era la banda sonora del día a día, y la música pop era la de Irving Berlin, Cole Porter, George Gershwin, Rodgers y Hart, etc. ¿Se lo imaginan? Me habría perdido conocer a Maluma o a Bad Gyal, pero nadie es perfecto. Y si piensan que esa cultura musical de entonces sería menos divertida, es que no han estado ustedes en antros como Le Caveau de la Huchette, en París, donde uno puede pasarse la noche bailando desaforadamente jazz y swing como el Rey Louie de El libro de la selva y darse cuenta de que el baile y la diversión no nacieron con el reguetón ni con el trap.
Aunque, claro, ustedes me dirán: tienes idealizadas esas épocas del mismo modo que personas más jóvenes tienen idealizados los años 80. Y no les faltará razón. En mis años 30 del siglo XX, yo sería Fred Astaire. Bailaría claqué con mi sombrero de copa y bebería champagne con una bella dama en un cenador de jardín mientras fuera caerían truenos que sonarían hasta románticos. Y cantaríamos “Isn’t this a lovely day” hasta morir de amor. No estaríamos en medio de una crisis económica mundial ni en un corto periodo de entreguerras. Y por supuesto yo no iría como soldado a ningún lado ni tendría necesidades ningunas. De hecho, nadie las tendría porque el mundo ideal que yo imagino sonreiría constantemente de oreja a oreja. Las cosas malas solo durarían lo que una canción en entonarse.
Bueno, que me ensueño y pierdo el hilo. El caso es que cada época tiene lo suyo. Lo bueno y lo malo. La nuestra no es tan mala en comparación con otras, aunque nos cueste creerlo en medio de tantas cosas. Aun así, esta nostalgia histórica generalizada demuestra que tampoco nos entusiasma. Que tenemos redes sociales pero nos sentimos solos. Que tenemos libros de autoayuda pero nos sentimos tristes. La nostalgia no es más que una expresión de nuestros miedos, nuestros vacíos o nuestras incertidumbres. Una escapada mental frente al desasosiego. Y, sin duda, viajar mentalmente a un pasado que nunca existió no soluciona nada. Pero, como decía un verso del gran Javier Krahe, ¿acaso hago mal engañando a la pena?
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