La Guardia Civil, en una imagen de archivo.
La Guardia Civil, en una imagen de archivo.

Siempre que hay un crimen se evidencian detalles, síntomas de todos los padecimientos de una sociedad. A raíz de la muerte del niño de 11 años en un pueblo de Toledo, he escuchado varias declaraciones que me han llamado especialmente la atención. Vecinos de aquel municipio decían que ahora, después de esto, no iban a poder dejar a los niños jugar solos en el pueblo. Otra vecina, una madre en este caso, comentaba que ella siempre estaba diciéndole a su hijo que se dejase de tanto videojuego y saliese un poco a la calle. Añadía que con qué cara iba a decirle eso ahora, después de lo que había pasado.

Me parecieron reveladoras estas declaraciones, que, entiendo, pueden pasar desapercibidas. El miedo es lo primero que nos asiste cuando pasan estas cosas. Hace poco escuchaba en televisión algo que iba muy en sintonía con todo esto. Había una reportera que afirmaba que poner a niños de cuatro años a ver encierros no iba a aportarles nada bueno. Yo creo que esta actitud es un error. Vivimos en un mundo idílico comparado con el pasado del que venimos. Venimos del horror. Un horror que todavía está presente en muchas partes del planeta en el instante en que escribo estas líneas. Hemos tratado de ponerle freno todo lo posible, y en lo que a Occidente respecta, no se nos ha dado nada mal. Hemos creado lugares confortables que nos protegen de la intemperie, del frío glacial y del calor más sofocante.

Hemos inventado todo tipo de medicinas para poder no sólo vivir más tiempo sino para aliviar un leve dolor de cabeza que nos impide disfrutar de una tarde con amigos. Sólo tenemos que acercarnos a nuestra farmacia doméstica, tomar un blíster de Paracetamol, tragarnos una de sus cápsulas y ese dolor, a los minutos, como por arte de magia, desaparece. Además de buscar la comodidad, hemos hecho todo lo posible para protegernos de aquello que ponía en riesgo nuestra integridad. Dejamos de hacer autostop, instalamos detectores de metal en aeropuertos, y para los niños creamos el horario protegido en televisión para evitar que, antes de lo deseado, tuviesen contacto con la realidad. Así, ante un acto de violencia, una corrida de toros o un encierro, hacemos que aparten la mirada. Y los recogemos del colegio y los llevamos a casa, y volvemos a llevarlos a una actividad extraescolar y los volvemos a recoger para llevarlos al nido, donde el mundo está bien hecho.

Hemos construido un paraíso, un mundo con cámaras de seguridad, un cosmos en el que, parece, el caos no está ni se le espera. Sin embargo, la Naturaleza, ese caos, lo incontrolable, se acaba abriendo paso siempre, pese a todo, aunque sea a breves ráfagas espaciadas en el tiempo. Las raíces del árbol acaban por levantar los adoquines de la acera, y en un pueblo de 5.000 habitantes surge alguien que aleatoriamente acaba con la vida de un niño mientras jugaba al fútbol con sus amigos.

La vida es esto, y siempre fue así. Y es entendible el miedo, porque el peligro puede estar a la vuelta de la esquina. Cada vez que pisamos un pie fuera de casa estamos exponiendo nuestras vidas a decenas de posibilidades de salir heridos. O peor: muertos. Virginie Despentes contaba que tras sufrir una violación, había decidido seguir haciendo autostop y caminando sola a altas horas de la noche por calles desiertas. Sabía que corría ciertos riesgos, pero como ella decía: "Todo merecía la pena. Lo peor era quedarse en casa, lejos de la vida". Por eso, no perdamos la cabeza. Que los niños sigan jugando en la calle. Que la vida no deje de ser vida porque estamos temblando de miedo.

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