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Pasajeros en la estación de Santa Justa de Sevilla, durante el apagón.
Pasajeros en la estación de Santa Justa de Sevilla, durante el apagón. MAURI BUHIGAS

Por detrás del cacareo político y tertuliano después de un apagón nacional cuya causa real sigue siendo un misterio, me quedo con la metáfora de lo sucedido entre nosotros, que nos creíamos más conectados que nadie y que nunca en ese aislamiento feroz de cada españolito que viene al mundo con un móvil en la mano, y me alumbro el túnel de la memoria mientras redescubro la magia del transistor a pilas por cuyas galerías vuelvo a perderme para ver a mi padre encendiendo el quinqué en aquellas noches de apagones repentinos en las que nadie se asombraba tanto y en las que el olor a cera, con aquellos cabos sueltos y chorreantes que se paseaban por la casa para no tropezar, nos reconciliaba con la propia soledad en penumbra, con la tibia conversación bajo la reverberación de las mariposas a San Antonio bendito, con el regusto de sentir la lluvia con esa placidez de un tiempo sin tiempo en que la energía seguía sin crearse ni destruirse, como ahora parece suceder tan groseramente, sino que verdaderamente se transformaba porque, después de que palideciera hasta la extinción de las bombillas peladas y colgadas del techo, adquiría la fuerza de los brillantes ojos infantiles, de las sonrisas insinuadas bajo la oscuridad, de la fuerza motriz que nos ilusionaba en la mañana siguiente, cuando ya la luz del amanecer impedía que nadie echara de menos ningún interruptor y nadie precisaba tampoco la dependencia constante de ninguna pantalla porque las únicas pantallas que se usaban entonces eran las de las lámparas de las mesitas de noche, con libros apilados cuyas lecturas breves o largas nos sumergían cada noche en el sueño de un futuro que, en todo caso, no se parecía exactamente a este, es decir, a este presente en el que se nos va la luz durante un rato largo y el país entero no tiene más remedio que dejar de funcionar porque, aunque nadie lo hubiera imaginado jamás, la gente necesita ya la luz para levantarse, para el café y la tostada, para ir de un sitio a otro, para el tren, para el coche, para el patinete y hasta para que le controlen los aviones, para sacar dinero del banco, para llamar a cualquiera, para dar clase o para recibirla, para ver la tele o para no verla, para hacer el almuerzo o para calentarse un bocadillo, para cenar o para entrar en la habitación, donde una vez y otra y otra y así hasta el infinito pulsa el interruptor sin recordar jamás que sí, que se había ido la luz y que ya volvería y que tal vez para lo único que estábamos configurados sin luz desde el principio de los tiempos era para hacer el amor y sin embargo qué poca gente aprovechó su luz interior, su íntima batería, para recargarla antes de que en plena madrugada regresara toda esa electricidad que nos ha hecho tan esclavos por los siglos de los siglos amén.

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