Colibrí Ediciones, que también le ha reeditado Las letras del cante que firma con Paco Robles y José Luis Blanco Garza, acaba de publicarle a José Luis Rodríguez Ojeda su poesía reunida de estas tres últimas décadas, las mismas que este poeta nacido en Carmona y experimentado en Sevilla ha usado para poner en verso lo vivido. Firma ejemplares este fin de semana en la Feria del Libro de Sevilla, por si quieren verlo en cuerpo y alma. “Vivir para escribir. ¿Eso conviene?”, se pregunta él mismo al comienzo de uno de los sonetos de sus últimos poemarios. Y reflexiona sin contestarse del todo: “La mente siempre alerta, prevenida, / esperando con ansia la venida / de ese verso que viene o que no viene. / Este oficio tan raro es lo que tiene: / Puede hacer que se pierda la medida / y el ritmo, no del verso, de la vida; / incluso que uno tanto se enajene / que pierda por completo la visión / de lo que importa para que el poema / parezca (en forma, fondo, tono, tema…) / verdad. A fin de cuentas, su razón / de ser (ser o no ser, siempre el dilema). / Escribir y vivir. Sin más cuestión”. Pero qué difícil.
En ese dilema, en todo caso, se ha movido desde siempre este poeta tan cercano de los que ya no quedan. Porque hoy el poeta, como otros tantos especialistas, se dedica cada cual a lo suyo. Incluso lo de la experiencia es una etiqueta que se antoja ya reduccionista. Actualmente, hay muchos poetas del silencio, del grito, de lo blanco y de lo negro, de los bares, del amor tan solo, al servicio de la música que siempre necesita sus baratijas de moda para la juventud que pasa. Ya me entienden. Pero escasean los poetas del todo, es decir, de la vida, con su propio camino –como la vio Machado- y con su propia canción, que a Manrique y a los de luego les sirvió para acompasar su doctrina. El poeta, al fin y al cabo, debe ser alguien que me diga a mí lo que yo hubiera querido decirme, pero más claramente, que me cante con letra entendible sobre las vicisitudes de su propio camino, más o menos como el mío. Y a eso justamente se ha dedicado Rodríguez Ojeda desde que tuvo algo que contar o que cantar. Porque las cosas más difíciles y agudas las escribió para todos los cantaores que en nuestro flamenco han sido. “Gustarme me gusta poco / este camino que llevo / pero ya no tengo otro”, escribió por soleá en aquel libro de hace más de veinte años, que no son nada, titulado Canción del camino y que ha seguido siendo, siempre, el emblema de lo que él ha tenido que contar. Por eso el título elegido para la reunión cabal de su poesía sigue siendo el mismo, aunque esta obra definitiva de ahora reúna ocho títulos distintos que van desde aquel Consecuencia de andar, de 1994, hasta Por alumbrar lo imposible, de 2022, con el añadido de algunas cosas inéditas…
Tal vez Rodríguez Ojeda arrancó en el flamenco para decir su verso, pero su poesía le fue creciendo luego como el árbol que no encuentra quien lo pode. Como sostiene el catedrático Francisco Martínez Cuadrado en el prólogo que le regala para esta ocasión extraordinaria, “no hay máscara, no hay retórica hueca (aunque sí un sabio cuidado formal), no hay palabras ni sentimientos altisonantes. No se trata de renunciar a ideas, valores, sentimientos y esperanzas, pero tampoco de engañarse a uno mismo y a los demás. No es un camino de rosas, sino el incierto y mudable camino de la vida”. Y es muy verdad: de todo eso habla –sin cacarear en balde- la poesía de Rodríguez Ojeda. Él mismo cavila sobre ello en una de esas estrofas que ha llegado a dominar como pocos, la décima o espinela: “Clara es la dicotomía: / Tener voz o ser vocero / (qué difícil lo primero). / Una u otra poesía: / Palabra o palabrería, / son del alma o sonajero. / De una y otra a cada uno / demos el nombre preciso / de poeta o poetiso, / como dijera Unamuno”.
Entre los asuntos que el poeta modela recurrentemente está la nostalgia por su vieja casa, por sus viejas calles, por la Carmona de su infancia y la otra milenaria (“Esto es Castilla en el Sur. Lo dijo Vicente Núñez…”), la de los reyes y la de su perro Artillero, pero también el duende y su falta de misterio, “porque para mí el Flamenco / es sentir del corazón / y es también conocimiento. / Pero insisto: es mi opinión”, dice quien domina los palos y sus métricas (desde la seguiriya a la guajira, de ida y vuelta) e incluso la esencia misma de grandes artistas que trató, desde Pedro Bacán a Miguel Vargas y por supuesto a Moreno Galván… Pero Rodríguez Ojeda, aunque se mueva como pez en el agua con el poema que oye con guitarra antes de escribirlo, es sobre todo un poeta íntimo que se rebusca a sí mismo en el recuerdo “del llanto de aquel niño con tres años / por su hermana recién nacida, recién muerta”, pues la madurez está jalonada de hitos, como el del primer pecado, la primera novia, la primera carta, la primera rebeldía o el primer pantalón largo (“Una peseta, cuatro celtas cortos; / doble sesión de cine, dos cincuenta… / (ya entonces daba un duro para poco”) y por supuesto el primer aprendizaje contra pronóstico: “Hay quien a un árbol se arrima / buscando la buena sombra / y el árbol le cae encima”.
Por supuesto, José Luis siempre tiene a mano la metapoesía. “Consustancial me parecía / en el poeta trasnochar, / fumar, beber, sentirse despechado / en el amor y estar, si no a la contra, / sí en torpe voluntad ante el avance técnico”, escribe en un poema titulado “Manazas”, que termina así: “Cuando en verdad lo propio del poeta / es eso: ser poeta. / Lo demás, si produce, / son trastornos del cuerpo o afectivos. / Y lo de poco práctico / solo lleva a continuas dependencias, / como en mi caso: / que he de pedir ayuda / hasta para arreglar un simple enchufe”. El oficio es también sufrimiento por la percepción ajena: “Me mató su expresión. Por congraciarse / haría el comentario: “es estupendo / este hobby que tienes, dedicarte / a escribir en tus ratos libres versos…”
El otro gran tema de Rodríguez Ojeda son las ramas de su propia vida que no se han podado, como le predijeron: “No vives para verme. Si me vieras / con mi trabajo, mi mujer, mis hijos…; / no más contento ni más claro en las ideas / y en desacuerdo con las mismas cosas; / pero vencido a tu razón, fiel a tu esquema”. Años después escribirá, con verso largo: “Me toca ahora a mí, como a mi padre entonces, / ser la voz de la queja. Y por fin lo comprendo. / Ya sé lo que guardaba su voz, mi voz ahora: / el miedo por los años. El miedo, mucho miedo”. E incluso resucitando a su madre: “No ha muerto del todo. Está en mi casa. / Ved su cara, mirad sus ademanes: / los mismos ojos y los mismos gestos. / Es un retrato vivo de mi madre. / No te has muerto del todo, madre. Tiene / tu nieta –qué misterio-, sin tratarte, / cosas tuyas: tus risas, tus enfados… / -esta niña tan suya- / tu carácter”.
Tampoco es ajeno Rodríguez Ojeda en su poesía última a “la chusma cortesana” –“hoy la cúspide de la jerarquía / se muestra más cercana. / Pero en su cercanía, / en su apariencia de sencilla y llana, / la sartén por el mango / igual sigue teniendo desde arriba. / Y aunque a veces pasea por el fango, / es pura pose, como de gran diva / (montaje de plató, en definitiva)”. Y en esa crítica ácida que suele cuadrar en décimas –cuántas tendrá guardadas- arremete contra todas las hipocresías que jamás aguantó: “Es la sombra de Don Guido / aún presente en mi ciudad. / Quién no es de una hermandad / o de algo parecido: / de una peña, sociedad / cultural recreativa. / La guinda definitiva / de la aspiración completa: / en la feria una caseta. / Y viva mi equipo. Viva”.
Y, cómo no, el amor, “porque vuelvo a entender por qué / por un mirar tan profundo / puede regalarse un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por acariciar tu pelo… / Por lo demás… yo qué sé”. Y, sin embargo, pese a tanta pasión y tanta experiencia, el poeta sabe que “ya todo está inventado, todo dicho / en otro verso, en otro corazón”, todo lo cual no quita, a veces, para saber que “esta absurda tarea / de buscarnos los ojos, de cruzar dos palabras, / y esta inquietud que siento –que al verte es alegría / y cuando no te veo se deshace en tristeza- / es poco conveniente”. Porque en el poemario aquel de 2005, Por una mirada, accésit del Premio Luis Cernuda, Rodríguez Ojeda fue capaz de catapultarse a sí mismo como el poeta total que era –que es-, flamenco, popular, culto, profundo, capaz de trenzar con la redondilla de Sor Inés o las cuartetas machadianas todas las milongas del amor, en su haz y en su envés: “Está tomando un color / este asunto que da miedo. / No estoy seguro si puedo / volver atrás. Siendo amor, / costará más que dolor, / pero hay que echarle los frenos; / pues tal vez con su candor / traiga sutiles venenos, / y en lugar de hermosa flor / sea una caja de truenos. / Lo que empezó como un juego / se ha convertido en problema. / Lo peor es que este fuego / gusta más cuando más quema”.
Este libro conclusivo, en definitiva, contiene otra verdad, y en formato QR: su propia voz recitando. Así que su canción toma cuerpo en este camino que es todavía de todos. No se lo pierdan.
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