Las coronaciones canónicas, como las magnas, se han puesto de moda en estos últimos tiempos y hay quienes critican tal profusión de actos religiosos populares porque, tal vez desde la ortodoxia teológica, no terminan de entender que se esté barriendo para casa. Pero fue Cristo quien les dijo a sus apóstoles que quienes no estaban contra nosotros estaban a nuestro favor. Por otro lado, sabedor de que todos los caminos conducen a Roma, fue también Cristo quien vino a decir que no había bajado del cielo sino para encontrar a la oveja perdida y para prometerle compasivamente al buen ladrón que aquel mismo día estaría con Él en el Paraíso. Insisto en ello porque, como cada vez que se peca de excesos, suele confundirse el tocino con la velocidad y concluir con que paguen justos por pecadores, y más allá de ciertas coronaciones de despacho, dificultar que las aguas de la devoción popular se encaucen hacia la desembocadura natural de que la coronación física y tangible termine siendo, a la inversa, una metáfora concreta de esa abstracción previa que supone que el pueblo mismo, en su fervor con faltas de ortografía, haya coronado ya, íntimamente, a una Virgen en la que ha depositado toda su esperanza, su fe, su plena confianza, desde los siglos de los siglos, en que las cosas siempre pueden mejorar si se le pide a quien parió al Todopoderoso.
El pueblo cristiano andaluz ha practicado desde tiempo inmemorial una religiosidad pudorosa –también candorosa- con Dios, en el sentido de que, como aquel centurión romano, no se siente digno de que Él entre en su humilde casa y, en cambio, le consta que una palabra suya bastará para sanar a quien haga falta. Sin embargo, nunca ha tenido empacho para pedirle sin pudor –sin rubor- lo fundamental a la Madre de Dios. Todas las madres tienen algo en común y hasta la más divina es capaz de consolarnos a todos en el tibio aroma casero de su refajo.
En mi pueblo, a la orilla de la inmensa marisma del Guadalquivir, Los Palacios y Villafranca, se acaban de aprobar los trámites para pedirle al Arzobispo de Sevilla que corone canónicamente a la Virgen de los Remedios, la advocación de más raigambre en esta localidad, desde los primeros desvelos de Villafranca de la Marisma en los albores del siglo XVI, y el titular de Semana Santa que más devotos, penitentes y nazarenos arrastra, con diferencia. La Virgen del Furraque, remediadora de todos los males, lideró espiritualmente a este pueblo que fueron dos hasta el primer tercio del siglo XIX desde aquella ermita delimitada por pencales en el entonces confín de su término municipal. Durante casi medio milenio, todas las madres del pueblo (o de aquellos dos pueblos que luego dieron una lección histórica de sinergia al unirse) se encomendaron a Ella en la salud pero especialmente en la enfermedad, y hasta los rudos manchoneros bisbisearon sus oraciones remotas en aquellas recurrentes épocas en que la lluvia se resistía, porque la sequía no es un mal exclusivo de hoy.
Lo increíble es que no hubiera sido coronada antes. Pero no importa, porque ni los tiempos del Señor son nuestros tiempos ni la posible coronación canónica como tal es causa de la pasión desmedida que esta Virgen despierta, sino consecuencia, como debe ser en ese orden lógico de que en las élites eclesiásticas reaccionen consecuentemente a los movimientos populares. No es que las instituciones vayan tarde, sino que en palacio se toman las cosas despacio en un derroche de responsabilidad ratificadora. Cualquier institución está para dar fe –levantar acta- de cualquier verdad innegable, y que la Virgen de Los Remedios –en un ecosistema mayor que es el Furraque, una forma de vivir, de haber vivido- ha acercado al mismísimo Dios a tantos de sus hijos desperdigados por los siglos de los siglos tiene a estas alturas la garantía revelada de cualquier dogma. Por eso escribo amén y me consta que tanta gente conmigo.