Algún día, desde el más allá o el más acá de nuestra memoria al albur de circunstancias que no controlamos aún, recordaremos los días felices en que nos quejábamos de todo sin ser conscientes de la libertad en que flotábamos, de nuestra propia capacidad de movimiento, de elección, de buscar excusas o hacer frente a lo que nos daba la gana por partes.
Ese día, que puede ser mañana o dentro de dos años o de treinta, quién sabe, lo mismo estamos de cúbito supino en la única compañía de los pitidos de una extraña máquina o de cúbito lateral mientras nos asean, sin necesidad de defendernos de vergüenza alguna porque nuestra vida cotidiana se habrá esperanzado ya en el alivio de que nos liberen de nuestras propias heces, al margen de todo pudor. No es ciencia ficción, sino el aviso de caminantes que hemos visto parar, de súbito.
Estaba tan bueno y se murió, le entró aquello de repente, ha sido todo muy rápido, nadie lo esperaba, llevaba una vida sanísima y fíjate, de otra lo hubiéramos esperado, pero no de ella, no tenía edad para morirse, me lo han dicho y no lo he creído, no puede ser, tampoco los médicos se lo creían, cosas que pasan, cuando se lo han diagnosticado ya era tarde, con lo que él ha sido siempre. Cuántas veces hemos escuchado estas frases en bocas de otros y sobre otros. Las frases hechas están hechas de antemano para que nos sirvan de antemano, no para las consideremos eternamente ajenas.
La libertad en estado puro solo nos dura el tiempo de la inconsciencia. Luego la vamos dejando marchar, por responsabilidad. Y solo en la humildad de que polvo somos y al polvo volveremos seremos capaces de ir conformando una humanidad mucho más humana, con perspectiva de una memoria que no es solo nuestra.