Acaba de despedirse el jugador de la Selección Española con más títulos. Y, sin embargo, su mérito no radica en el número de goles y laureles, sino en la paradoja de toda su historia de congénita humildad. Jesús Navas González, que es de mi pueblo, se retira del fútbol de élite después de más de dos décadas en lo más alto sin dejar de ser del pueblo. No fue el típico chico cuyos padres se desgañitaban en los campos de cuarta división para que un ojeador lo fichara, sino que lo ficharon directamente cuando no levantaba tres cuartas del suelo porque verlo jugar evidenciaba la leyenda. Le juró amor eterno al Sevilla y a la Selección Española y se ha mantenido tan fiel a sus escudos como a su mujer, Alejandra, con quien se casó en su parroquia de toda la vida después de un noviazgo como los de toda la vida. Tuvo un hijo y luego otro, a los que no tuvo necesariamente que gustarles el fútbol, y prefirió volverse de Inglaterra, donde era una estrella indiscutible, porque valoró más el bienestar de su condición inapelable de hombre sencillo que el fulgor de la estrella que le decían que era quienes no lo habían conocido más que en el campo.
Nunca tuvo un gesto feo, nunca dio más escándalo que los que quisieron buscarle quienes, hace ya tanto, se interesaron comercialmente por sus problemas de adolescente poco bregado para la presión de la fama. Por lo demás, ha paseado por su pueblo como uno más cuando ya sabía el mundo entero que su nombre iba a quedar grabado con letras de oro para la historia del que llaman deporte rey, ese al que él se ha dedicado con la honradez de un trabajador que solo piensa en hacer lo mejor posible lo que sabe hacer.
Su grandeza ha sido la constancia, la responsabilidad de responder con sobresaliente pese a los dolores hasta el último día, hasta el último partido, la demostración simpar en ese universo de que se puede ser un auténtico crack en un deporte magníficamente pagado y una persona absolutamente normal, normalísima y hasta limitada en otros muchos aspectos, con los pies en el suelo, en su familia, en el pueblo que lo ha visto nacer y que él sabe que lo verá morir porque el mayor galardón de Navas es haber seguido siendo siempre quien era desde un principio. Qué enorme lección para tantos mamaostias, como decimos en mi pueblo. Con 39 años, va a tener el privilegio de volver a jugar libremente, como cuando tenía 9 y su propio talento le sembró el compromiso de la responsabilidad que no ha abandonado jamás, empezando por la de cumplir con su trabajo sin creerse nadie. El privilegio de volver a ser Jesús Navas González, aquel niño que levantaba la mano tan tímido como hoy cuando pasaban lista en clase, donde aprendió el valor del compañerismo, la grandeza de ser uno más aunque se tuvieran más talentos y el reto de tener que multiplicarlos.
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