Cada escritor tiene su medida, y los hay como Vázquez Montalbán, que escribía estupendas novelas en un rato y luego pinchaba en las columnas, o como Juan José Millás, un maestro del columnismo y a cuyas novelas les sobra la mitad de las páginas porque en las primeras cincuenta ya lo ha dicho todo. A esta estirpe de escritores intensos y por lo tanto líricos, acostumbrados a decirlo todo en un poema o en un artículo de cuartilla y media, pertenece nuestro Antonio García Barbeito, nacido en Aznalcázar en plena posguerra española, bregado en una almazara, como albañil y camarero y estudiado en una entidad bancaria de su pueblo de adopción, Gines, pero hecho a sí mismo en todos los medios de comunicación que en Sevilla han sido, porque la verdadera vocación de Barbeito ha sido la de comunicador para comunicar la memoria. Hace muy poco que unos cuantos nos quisieron hacer creer que habían inventado la llamada memoria histórica, pero el verdadero género, desde los tiempos de Manrique, ha sido ampliamente honrado en el siglo XX por gigantes de la talla de Muñoz Rojas con Las cosas del campo, Juan Ramón Jiménez con Platero y yo, Cernuda con Ocnos, o Romero Murube con Pueblo lejano.
Ahora acaba de publicar Barbeito, como digno continuador de ese género mixto que mezcla la prosa poética con el fogonazo léxico, Donde habita la memoria, una compilación de retratos de Aznalcázar que, por lo que tiene en común con otros muchos pueblos de la Baja Andalucía, bien podrían servir para retratar a otras poblaciones cuyas memorias cercanas andan igualmente en peligro de extinción no porque tengan vocación cernudiana de olvido, sino porque sencillamente no tienen quien las escriba. Por todos nuestros pueblos ha soplado el viento helado de la desmemoria y el plástico cosificador del consumismo que confunde la evocación con lo rancio y la nostalgia enriquecedora con el tufo a la derechización. Y por eso estamos criando a niños que creen que la leche se fabrica en algún supermercado de la SE-30.
El último libro de Barbeito, publicado hace un mes por Almuzara, contiene un centenar de capítulos en orden alfabético por sus títulos, desde la a de “A las diez en casa” hasta la v de “Verano” y “Versos de madera”. No hay X ni Y ni Z, como terminó firmando Joaquín Romero Murube en El Correo de Andalucía tras el desprecio histórico en el ABC, porque a Barbeito le queda cuerda para rato a pesar de que tenga que respirarlo todo por el mismo pulmón. Ya está hecho al esfuerzo quien no es estrictamente cofrade y ha pregonado la Semana Santa de Sevilla, quien no es rociero y ha cantado el Rocío como nadie y quien no es taurino de pura cepa y ha compuesto la más bellas coplas sobre el ruedo. Eso sucede con los hijos de la tierra, con quienes cantan lo que ven antes de que se pierda definitivamente sin tener que comulgar necesariamente con todo.
Y así es Barbeito, siempre dispuesto a la metáfora que encierra el campo. Al igual que el estilo castellano de Garcilaso derivó por el sur hacia el barroquismo de Fernando de Herrera allá por el siglo XVI, en la ajustada prosa telúrica de este último medio siglo podríamos decir que el estilo austero del castellano Miguel Delibes transita hacia el barroquismo de las descripciones de Barbeito. El autor de esa obra maestra que fue Los santos inocentes, cuya trama se acerca a Andalucía por la raya extremeña que emparenta su drama con Portugal, practicó el relato breve en otras joyas menos conocidas como Viejas historias de Castilla la Vieja. Y de esa materia prima del ruralismo de veras, sin artificios de Instagram, es de donde bebe Barbeito porque la ha mamado desde que nació. Barbeito ha interiorizado el tiempo, las medidas y las formas del campo y, durante décadas, aunque vaya por medianas o grandes ciudades, tiene que traducir todo lo que ve a su lenguaje de niño con un léxico específico que ya se ha perdido: cangilones, ataharre, garabato, angarillas, amocafre, hornilla y espetera. Leer a Barbeito es ensanchar nuestro idioma como quien respira en medio de un cerro, en un tiempo sin esclavizar todavía, cuando los padres encomendaban regresar a casa “al oscurecé” o los hombres se citaban “cuando se enciendan las luces” o “cuando se eche la tarde”, al lubricán…
Este libro memorioso de Barbeito nos reconcilia, en efecto, con aquel tiempo sin tiempo en que los niños tenían todo el tiempo del mundo para jugar a ser niños después de trabajar como hombres; con los almanaques de nuestras abuelas y las bambas que los abuelos nos fabricaban en un pino para que nos meciéramos como péndulos despreocupados; con el tiempo de los campanilleros cuando la Navidad olía a pestiños de los que hacían aquellas mismas manos que lavaban las tagarninas; con los feriantes como juglares remotos de los pueblos y con los pregoneros de almendras, caracoles y palo dulce; con las jiras y con las calores que solo podía remediar la fresca; con la fragancia del poleo y de las piñas; con los remiendos y con el cine emparentando con el amor de juventud; con el mar lejanísimo a unos cuantos kilómetros de Aznalcázar y con las estaciones del olvido; y, cómo no, con toda esa galería de personajes inolvidables que, más allá de los famosos del cuplé, nos dieron lecciones inadvertidas de modernidad con sus actitudes extravagantes y adelantadas al tiempo que vivieron, como aquel Niño de Tormenta que regresó al pueblo con calcetines colorados, como aquel vacila que le descubrió al autor su alma de poeta, como aquel tío Pedro al que le sudaba todo y se marchó a la gloria cuando él quiso, como aquellos futbolistas “recién salidos del tajo que soltaban la bicicleta o la mula y se iban, oliendo a campo, a tocar un cuero que aún no dominaban”. Leer a Barbeito es recorrer nuestros paisajes y paisanajes con la alta mirada de los ánsares.
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