De Olvera recuerdo la candidez y la calidez de su gente, la sorpresa de sus muchachos con la impensable anchura del mundo, el peñón Zaframagón con aquellos buitres que todo lo bendecían, desde su altura pacífica, con sus vuelos circulares en la inmensidad de una sierra por la que no se pasaba para ir a ningún sitio, sino a la que había que ir expresamente y, una vez allí, te alegrabas de que eso que llaman el destino te hubiese destinado. El mío fue un baremo por meterme a profesor. Y allí viví dos intensos años explicando Literatura a unos chicos de corazón asilvestrado pero con una educación mucho más disciplinada con los docentes de lo que se estila en las metrópolis andaluzas. Siempre dije, y lo repetí luego, que jamás hubiera pedido yo traslado de no ser porque aquel instituto distaba noventa kilómetros de donde estaba proyectando construir mi hogar… El caso es que me suelo acordar, con memoria fotográfica, de muchas caras de alumnos que tuve allí hace casi veinte años. No todos eran de Olvera; algunos venían de Torre-Alháquime, que ellos llamaban sencillamente La Torre; otros venían de Setenil de las Bodegas, y también recuerdo a quienes habían llegado de El Gastor… Incluso había una chica de Arriate, que ya no pertenecía a la provincia de Cádiz, sino a la de Málaga… Y se quedaban en una residencia de estudiantes porque los veinte o treinta kilómetros que los separaban de casa constituían un auténtico scalectrix para el que se necesitaban horas de camino diario de las que sus padres, trabajadores, no disponían…
Ahora todo aquel paisaje me vuelve muy vivo a la mente con la noticia un tanto esperpéntica de que hay chicos de un colegio, el Miguel de Cervantes, que se ven obligados a desplazarse cada día para usar el comedor de un centro que se sitúa a kilómetro y medio. Como el camino es demasiado largo y peligroso para chiquillos de Infantil, tienen que hacerlo agarrados a una cuerda. Encordados como animales, como ganado manso que lleven de un lugar a otro, algo absolutamente inadmisible en pleno siglo XXI.
El motivo sonroja: como su cole no tiene comedor, tienen que llevar a cabo cada día esta aventura de la cuerda para llegar al centro en el que pueden comer. O sea, que en pleno escándalo concatenado de mordidas, de políticos aprovechados y de comisiones millonarias, unos chicos de un pueblo de Cádiz tienen que ir agarrados a una cuerda cada mediodía para que les den de comer porque, por mucho que protestan sus padres y toda la comunidad educativa, no hay voluntad de hacerles un comedor donde deberían. Me lo cuentan y no me lo creo. Para colmo, hay muchísimos niños con necesidades educativas sin ni siquiera un enfermero escolar.
Y todo esto, insisto, mientras proliferan en Andalucía hospitales en manos privadas que parecen hoteles. Por no hablar de coles que parecen centros de ocio en los que la tarea estrella se llama ahora gamificación. Mientras ocurre todo eso, estos niños de Olvera salen de clase para ir a comer agarrados a una cuerda. Como si estos niños de Olvera valiesen menos que los niños de otras latitudes de nuestra misma tierra. Como si este alumnado no tuviese ya bastante con el azar de haber nacido en un lugar más apartado de las metrópolis como para cargar ahora también con la desventaja que el apartamiento geográfico quiere suponer para quienes buscan excusas en la falta de inversión. La cuerda no es la solución, dicen sus mayores en una pancarta. Y el lema escuece por lo que tiene de metáfora, porque nos recuerda a otros tiempos en que unos seres humanos llevaban a otros con cuerdas pensando que el mundo o Dios o la diosa Razón había dispuesto así las cosas. Y estábamos engañados. No habíamos descubierto aún que todos somos iguales, aunque a veces algunos se crean más iguales que otros.
Dejó escrito mi admirado Romero Murube en uno de aquellos artículos que incluyó en Lejos y en la mano: “Olvera es una calle, un castillo y una iglesia, ¡pero qué calle, qué iglesia y qué castillo!”… Olvera es uno de los pueblos más bonitos de Andalucía, objetivamente, y no deja de ser injusta esta mala propaganda de que un grupo de sus niños tenga que vivir esta injusta experiencia de la presión de sus padres y sus maestros para que tengan, como el resto, un comedor donde estudian. Porque dinero hay, pero la política está para emplearlo en lo que hace falta de verdad.
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