Ahora resulta que tampoco el Papa es una figura de consenso y en el parlamento andaluz, a cuyos diputados les pagamos tan religiosa y generosamente esos sueldazos que les pondrían los ojos como platos a la mayoría de los ciudadanos, no son capaces de elaborar un texto con el que todos estén de acuerdo para enviar el pésame a Roma.
Los que prefieren el silencio -el vergonzoso cumplido ese de un minuto de silencio que siempre son 28 segundos y ya hemos cumplido de sobra- son los mismos que temen la palabra escrita consensuada porque dicen -¡ay!- que lo mismo escribir todo eso sobre el Papa es hacer política. Qué escándalo. Lo dicen el Día del Libro, mientras uno viene de predicar la palabra de Machado en Lebrija, donde nació Andalucía. Fue don Antonio quien dejó escrito aquello de “haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros”. Cuando alguien sabe escribir, hasta realza la importancia de una humilde preposición…
El caso es que me escandaliza que más de un centenar de parlamentarios de distintos colores sea capaz de mantener sin sonrojarse –allí ya nadie se sonroja, desde hace tiempo- que son incapaces de llegar a un acuerdo con un breve escrito en el que lamenten –aunque sea por cumplir, pura cortesía- la muerte de Francisco. No pueden, dicen. Eso revela hasta qué punto no están capacitados para ejercer la política, porque, ¿qué es la política -la Política- sino la capacidad de llegar a acuerdos, de encontrar, por difícil que parezca, puntos de unión, de consenso, de pura lógica, en lo que ocurre y en las posibilidades de buscar soluciones para, a pesar de las diferencias, vislumbrar qué es lo verdaderamente interesante para la ciudadanía? No me refiero, evidentemente, al Papa, sino a cualquier asunto que se ponga sobre la mesa, pero lo de un Papa que ha puesto tan fácil la aquiescencia general para no poder llevarle la contraria me parece un ejemplo preclaro.
Los demás ejemplos los podríamos agavillar en el día a día, por desgracia. Los políticos están demasiado acostumbrados, viciados, automáticamente entrenados para hacer valer la diferencia de su propio color, de su propio matiz ideológico, del dictado de esa partitocracia inútil de la que nos hacen partícipes y con la que están consiguiendo la abrumadora tasa de abstención, que es como decir “conmigo no contad ya porque de todas formas vais a hacer lo que queráis, así que seguid peleándose entre ustedes”.
La Política no es, como diría el inteligente Groucho Marx, “el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. No es eso, aunque tantos políticos a todos los niveles se empeñen diariamente en darle la razón a Marx. La Política no debería ser eso. Pero nos acostumbran a que lo sea.
Ahora con el caso del Papa muerto, prefieren el fácil minutito corto de silencio a dejar negro sobre blanco en qué están de acuerdo sobre el legado del Papa, el máximo representante de la Iglesia que no ha necesitado desatender las cosas de aquí abajo para enaltecer las de allá arriba. Un Papa que ha tenido clarísimo que la dignidad humana no tiene nada que ver con la religión profesada ni con la raza ni con la posición socioeconómica ni con la condición sexual. Ojalá aprendieran todos los políticos. Un Papa que ha puesto en su sitio a los poderosos de su propia Iglesia antes de que estos siguieran jerarquizando y excluyendo al resto.
Un Papa que ha conseguido que la gente, la gente de a pie, creyentes a medias, como casi todo el mundo, pero también ateos convencidos, le haya tenido un respeto profundo -y de camino a la Iglesia que él ha representado- porque su discurso siempre claro, amoroso y comprometido nos ha reconciliado a todos con el mensaje de Jesús de Nazaret, ese puñado de preceptos contra los que nadie debería estar en desacuerdo: que todos somos iguales, que todos merecemos ser tratados con dignidad, que las guerras son siempre una derrota, que debemos ponernos en la piel del otro, que solo seremos juzgados por el amor, que no podemos alabar a Dios al que no vemos si odiamos al hermano que tenemos a nuestro lado, que no somos nadie, ni dentro ni fuera de la Iglesia, para juzgar a nadie porque los cristianos no estamos aquí para juzgar, sino para tender la mano. ¿Qué más quieren estos políticos de aquí, tan bien pagados, para escribir por una vez en la vida que sí, que con estas dos o tres cosas, sí están de acuerdos sean del partido que sean?
Tal vez el gran temor es la evidencia de que si todos los políticos fueran como el Papa Francisco, se acabaría la política como la tienen entendida. Así que es mejor sostener que es imposible llegar a ningún acuerdo, como siempre, que al Papa lo entierren en Roma y que aquí salga el sol por Antequera.