Pronto venderán reliquias de barro valenciano

Criticamos con crudeza a la clase política porque está sorda, ciega, pero siempre descubrimos que esa clase política es una decantación de lo que tenemos en nuestra calle

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero Bernal es periodista con 25 años de experiencia, doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla, escritor y profesor de Literatura. Ha sido una de las firmas destacadas, como columnista y reportero de 'El Correo de Andalucía' después de pasar por las principales cabeceras de Publicaciones del Sur. Escritor de una decena de libros de todos los géneros, entre los que destaca su ensayo dedicado a Joaquín Romero Murube, ha destacado en la novela, después de que quedara finalista del III Premio Vuela la Cometa con El resplandor de las mariposas (Ediciones en Huida, 2018). 

Los bomberos de Jerez y Sanlúcar en Valencia.
Los bomberos de Jerez y Sanlúcar en Valencia. SAMUEL VEGA

Nos salva la entrega anónima, silenciosa, eficiente, cómplice de la gente que se desvive por la gente aunque sea de muy lejos por la sola razón de que la gente corriente tiene asumido que la gente es gente en todas partes y que en todas partes hay gente que quiere pan, como tú. Ahora bien, hay otra gente a la que le sobra tanta tontería, tanta vanidad, tanta publicidad y tanto tremendismo de cartón piedra, que se asimila con facilidad a todos esos profesionales de la política dedicados estos días a pelear por el plano más rentable, y esta gente no solo da pena porque también represente al género humano, sino porque es absolutamente ridícula.

Criticamos con crudeza a la clase política porque está sorda, ciega, muda ante tanta catástrofe y porque, cuando oye, ve o habla, lo hace para sí misma y sus colegas o adversarios, tantas veces convertidos en enemigos. Pero siempre descubrimos que esa clase política es una decantación de lo que tenemos a nuestro alrededor, en nuestra calle, en nuestro barrio, en nuestro trabajo. Y luego está la otra gente, la gente de veras, la que no aspira a colgarse medallas ni a subir en el escalafón de nada quizá porque ya está donde quiere estar, es decir, con los pies en el suelo y a salvo de riadas.  

Es esta clase de gente, tan mayoritaria y silenciosa, la que se ha arremangado desde el minuto uno en la catástrofe de Valencia que nos pone ante la gatopardiana situación de que pueda cambiar todo para que nada cambie, pues las culpas van rulando por las distintas direcciones generales, las autonomías, las consejerías, las delegaciones, las secretarías, las diputaciones, las alcaldías, las concejalías, los ministerios y todas esas moncloas que debe de haber dentro de la Moncloa hasta el punto de que las culpas se convierten en una sola culpa que se va disipando, como el polverío, siempre sin memoria, con todas las próximas elecciones a la justa distancia de que no se manchen.

Y, mientras tanto, mientras hay determinada gente elaborando el márquetin necesario para vender bolsitas de barro valenciano como reliquia histórica a precios populares, otra muchísima gente que se ha salvado pero próxima a la gente que se ha inundado es la clase de gente que limpia, que barre, que absorbe, que lleva, que se desprende, que ayuda, que escucha, que da sin necesidad de competiciones ni de objetivos ocultos ni de redes sociales ni de incomprensibles vanidades. Por esta gente gira el mundo. 

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