Ahora que vuelve a hablarse tanto del acento andaluz, porque sigue habiendo catetos que ignoran su trascendencia en el devenir de nuestro idioma, he estado todo el 28-F imaginándome el timbre de quienes han hecho grande esta modalidad lingüística del castellano. Casi un siglo después, sigue viva la esperanza de encontrar alguna grabación del granadino Federico García Lorca, pues habló mucho por la radio en aquellos meses triunfantes de Argentina con Bodas de sangre y aquellas otras semanas en Uruguay, donde el poeta fue recibido como lo que era ya en vida: una celebridad cuyo acento andaluz se tomaba por universal. Solo nos quedan referencias de quienes lo escucharon en vida, y es una pena –o un misterio- que no podamos recrearnos en su timbre de voz, que es el color del corazón que cada persona deja ver al hablar…
En rigor, no tenemos constancia del timbre de casi ninguno de los grandes andaluces que hicieron universal esta lengua cuya primera gramática dejó escrita un andaluz de Lebrija: Elio Antonio, a quienes ya le criticaron su acento los catetos de entonces. Aquel cultísimo lebrijano del Renacimiento le dedicó su Gramática castellana —la primera que se publicaba en lengua vulgar en toda Europa— a la reina Isabel, cómo no, precisamente el año en que el castellano emprendía su vuelo sin regreso gracias al descubrimiento de América, 1492... Se convertía así nuestra lengua en la principal de medio mundo, y todos sus acentos de entonces y de luego partían del que bullía en el Bajo Guadalquivir, en ese triángulo conformado entre el Puerto de Sevilla, la Campiña de Jerez y la Bahía de Cádiz, pues de ese territorio procedía la mayoría de los navegantes que se echaban a la mar sin saber aún que el mundo era redondo.
Quienes venían de otras latitudes, tenían que quedarse en Sevilla tanto tiempo de gestiones, que terminaban adoptando el acento de la tierra. Así entendemos que los guanches canarios fueran los primeros en adoptar el castellano con el marchamo del acento que se hablaba en el sur del Península, o que el resto de los aborígenes americanos, desde California hasta la Patagonia, comprendieran rápidamente que la lengua del imperio sonaba como sonaba aquí. Así entendemos, por tanto, que el andaluz sea el verdadero trampolín de nuestra lengua y que hablar en andaluz es hacer honor a la grandeza de una lengua que se hizo universal gracias al impulso que tomó desde Sevilla cuando a todo el siglo español lo llamábamos de Oro. Esto hay que enseñarlo –recordarlo- en las Universidades de toda España porque es rigurosamente cierto.
Alumno de Nebrija fue Francisco Delicado, aquel clérigo y médico que escribió La lozana andaluza y que se confesó natural de Martos (Jaén), aunque había nacido en Córdoba, como Juan de Mena –el del Laberinto de Fortuna- en el último cuarto del siglo XV, en aquellos años en que lo andaluz también tenía cierto deje marginal porque esta tierra no había renunciado a convertirse en crisol cultural de todo lo que había pasado por aquí y de lo que quedaba por pasar, y las mezcolanzas entonces no connotaban la inmensa riqueza que demuestran hoy.
De aquí partiría hacia la Corte el cordobés Luis de Góngora después de que ya lo hubieran hecho hacia la aventura del Nuevo Mundo magníficos poetas hispalenses como Juan de la Cueva o Gutierre de Cetina, aquel poeta de los Ojos claros, serenos que murió en Puebla de los Ángeles bajo la ventana de su amante, herido de muerte por un rival celoso a los 34 años, la misma edad a la que había de dejar este mundo su paisano Gustavo Adolfo Bécquer más de tres siglos después…
En aquel Siglo de Oro, todavía, mientras el sevillano Bartolomé de las Casas amasaba con su propio acento los Derechos Humanos antes de que se llamasen así, el poeta sevillano que dominaba la poesía española era Fernando de Herrera, de quien tampoco hay constancia de su acento pero cuyo timbre aventuramos encantador, como el de su paisano Francisco de Medrano, ya aupado al Barroco, como Francisco de Rioja o el cantor de las ruinas de Itálica, el utrerano Rodrigo Caro. Hasta Mateo Alemán, aquel maestro de la literatura picaresca, tuvo que nacer en Sevilla precisamente el mismo año en que había venido al mundo, en Alcalá de Henares, Miguel de Cervantes…
Cuando nuestra lengua contaba ya con Academia, fueron los escritores andaluces quienes siguieron marcando la pauta del español, con el gaditano José Cadalso lanzando aquellas Cartas marruecas o con el cordobés Ángel de Saavedra firmando el primer drama romántico de nuestra literatura como Duque de Rivas. Quién da más. ¿Quién pronuncia con más rigor nuestro idioma si todo el siglo XX está dominado por el acento de poetas andaluces cuyo timbre es el timbre de esta Andalucía que por fin se ha comprendido a sí misma sin necesidad de politizarse o sin la gracia de que lo hagan por ella con sobrada honestidad?
El siglo XX arranca en español con las voces del Premio Nobel Juan Ramón Jiménez, que aprendió a hablar en el Moguer de su eterno Platero, y del poeta que mejor ha comprendido España, Antonio Machado, que siempre recordaría el patio sevillano donde sigue madurando el limonero. Luego, la Generación del 27 no se hubiera entendido sin su inventor, el gaditano de El Puerto Rafael Alberti; sin el otro Premio Nobel cuando llegó la democracia, el malagueño nacido en Sevilla Vicente Aleixandre; o sin aquel otro sevillano que renunció a escribir sobre Sevilla y a volver a su tierra aunque siempre la llevara en sus labios, Luis Cernuda.
Por todo ello, llegado este momento de crisis de voces, de acentos y de timbres, no puedo estar más orgulloso de seguir subrayándolo aquí, en un periódico cuya cabecera no hubiera acertado yo mismo a colocar con más fe porque concentra la fe que le sigo teniendo a mi tierra por los siglos de los siglos: La Voz del Sur, es decir, la voz de Andalucía.
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