La Feria de Sevilla, también de tantas vanidades de farolillo, llega al cenit de su celebración mientras en Roma, ahora sin obispo, se asiste con aplauso contenido a las primeras fumatas negras. Cada rito tiene lo suyo, y en estos dos extremos históricos del Viejo Mundo se aprendió hace siglos que el fondo también es forma y viceversa. Por eso el cónclave, al fin y al cabo, supone tanto negocio internacional como las copitas en determinadas casetas. Forma y fondo entrelazados con la elegancia que ha venido imprimiendo en pergamino clásico la civilización occidental.
Mucho antes de que existiera el Real de Los Remedios –siglos antes de que el ganado protagonizara aquella otra feria del Prado de San Sebastián-, mucho antes, el mismísimo Cervantes escribió desde aquí mismo aquel soneto al túmulo del catolicísimo Felipe II: “…¡Oh, gran Sevilla!”, exclamaba el autor de El Quijote, “Roma triunfante en ánimo y nobleza”.
Porque, para entonces, Sevilla se había convertido en la puerta de entrada de toda la riqueza del Nuevo Mundo, y estaba predestinada a seguir conservando la consideración romana incluso cuando, ya en el siglo XX, el más célebre de los poetas españoles, vilmente asesinado, escribiera sobre el torero sevillano que financió a la Generación del 27, Ignacio Sánchez Mejías, que “aire de Roma andaluza le doraba la cabeza”.
Tres cuartos de siglo antes de que el Cervantes recaudador de impuestos por esta punta del imperio soñase con ser poeta de relumbrón, un andaluz que era clérigo y soñaba con ser novelista, Francisco Delicado, publicaba La Lozana andaluza, las pícaras aventuras de una prostituta de aquí por la ciudad de Roma…
La novela se publicó en Venecia y su autor tuvo que escapar de Roma porque allí se cocía un sentimiento antiespañol provocado por el saqueo de la ciudad eterna por parte de las tropas de nuestro emperador Carlos I de España y V de Alemania, casado en Sevilla con su primita hermana, Isabel de Portugal, para cuyo enlace no sabemos si, como canta Camarón en una soleá, tuvo que ir a Roma por los papeles.
Las vueltas que la Historia da. Hasta el punto de que, tantos años después, otro poeta andaluz, Rafael Alberti, remató su exilio precisamente alrededor de Vaticano, mientras escribía aquel poemario titulado Roma, peligro para caminantes, exaltando no solamente su monumentalidad, sino también la salada magia de los gatos, las meadas y las basuras. Qué cosas.
Ahora se va acumulando, disimuladamente, la basura de la feria por Sevilla, pero los tiempos han cambiado y, mientras la luz no se vaya, todo el desperdicio desaparecerá rápido. Se espera que antes salga de Roma un nuevo papa, que también lo será de aquí, y de urbi et orbe. También esperamos que, después de tanto como la Historia nos ha enseñado, no caigan los cardenales en la tentación de retroceder. Desde la Calle del Infierno, podríamos entonar con Alberti, brindando desde tan lejos, aquello de “dame tú, Roma, a cambio de mis penas, / tanto como dejé para tenerte”.