Con el Santo Entierro Magno concedido por la Iglesia a la localidad sevillana de Utrera se confirmaba ayer, Sábado Santo, el triunfo de la Evangelización popular que se vislumbró en Trento, con su Concilio, hace casi cinco siglos. El ser humano, tan humano, necesita corporeizar, es decir, materializar la abstracción de Dios, la infinita trascendencia de un ser supremo que precisa de un asidero humano para ser aquí y ahora, en este tiempo meridianamente tangible que es el tiempo que consideramos real, porque ya es sabido que el tiempo divino sobrepasa nuestras posibilidades.
El Cristo de Santiago, de mediados del siglo XV, o sea, de mucho antes del Concilio de Trento y hasta de los orígenes de la propia Semana Santa en Utrera —vinculada a la Vera Cruz—, posibilitó el magno evento y lo presidió en una tarde primorosamente organizada por el Consejo de Hermandades y Cofradías y por su Ayuntamiento, volcado con la causa. En la ciudad de Rodrigo Caro, los diez minutos de una llovizna fina que no hizo sino refrescar el ambiente de muchedumbre organizada en torno a la Plaza del Altozano consolidaban el poder taumatúrgico de este Crucificado 350 años después de haber sido nombrado patrono de los utreranos.
Corría el barroco año de 1675, cuando esa catequesis plástica que es la Semana Santa andaluza había terminado de consolidarse como indudable arma evangelizadora. Nuestra Historia del Arte, desde aquella época como mínimo –y desde antes, como ayer nos revelaban el Jesús Nazareno, el Cristo del Perdón de los Muchachos de Consolación o el Cristo de la Buena Muerte de Los Gitanos-, no ha hecho sino enriquecer la Historia de nuestra Cultura, y a la vista está que, en Utrera por ejemplo, surgieron por entonces las cofradías de San Juan Bautista y el Santo Crucifijo y, varios siglos después, la cofradía de las Angustias o de esos emblemáticos Atados a la Columna de la Vera Cruz (el atribuido a Ruiz Gijón) y de los Aceituneros, y -mucho más recientemente- ese rosario de hermandades que conforman la vida cofrade utrerana, una de las más señeras de la provincia, con el impresionante Redentor Cautivo o el cautivador Cristo del Amor, el de Los Estudiantes procedente de la basílica de María Auxiliadora, epicentro de tanta educación en esta otra ciudad capital de Don Bosco.
Desde la iglesia de San Francisco salieron el Santo Entierro y una enlutada Virgen de los Dolores para sellar la jornada de silencio previa a esta otra de Resurrección, la de hoy. Utrera, emblema histórico de la religiosidad popular sevillana, supo estar a la altura de tan magno acontecimiento religioso, y su saber estar apuntala la preferencia de nuestro papa, Francisco, por esta evangelización tradicional y abierta al pueblo que en nada se parece a otros intentos que han proliferado últimamente por evangelizar a puerta cerrada, mirándose cada cual su propio ombligo vinculado al del hermano no por su condición de cicatriz de un equivalente cordón umbilical, sino por su equivalencia socioeconómica.
El éxito de la religiosidad popular -a cielo abierto- de ayer en Utrera es también el triunfo de una Iglesia que regresa sobre sus pasos perdidos a valorar lo que el universo cofrade como interpretación y lectura minuciosa del Evangelio ha ofrecido a la sociedad.
Ha significado también la constatación de que la Palabra de Dios –y su Obra— precisan de una disposición pública y no de una predisposición privada; de una limpia mirada a la otredad y no de una íntima focalización selecta. La Iglesia, como luz del mundo y como sal de la tierra, reconoce en Andalucía, en Sevilla y en Utrera que la oveja perdida que ha de buscar constantemente no la hallará en los interesados cenáculos que surgen cada dos por tres entre su presunta intelectualidad, sino en los barrios que lloran, tal vez sin comprenderla, su propia conversión.