Eran revistas de papel satinado cuya fragancia me acompañaba en aquellas siestas de soledad infantil en la casa de mi abuela. El Blanco y Negro que venía con el ABC, algunas de patrones que a uno se le antojaban laberintos indescifrables que, sorprendentemente, mamá parecía entender aunque entonces aún no hubiera sacado el graduado escolar porque la pusieron a coser, como a todas las muchachas de aquella época, tan temprano, y ella seguía aquellas líneas pespunteadas o de colores con la misma facilidad que un bucanero se manejaba con el mapa del tesoro. Bajo el limón en flor, yo repasaba aquellas revistas y las olía, leía algunos fragmentos, los pies de fotos, y no me enteraba de casi nada, como me pasaba con la enciclopedia de Salvat, porque tampoco conocía a nadie, pero recuerdo, como si fuera ayer, el oscuro deseo de redactar así, con aquella soltura de escritores que se fumaban la vida mientras conectaban las demás.
Tantos años después, recuerdo aquel amasijo de letras en distintas fuentes, los titulares mayúsculos, las negritas, los destacados de los grandes reportajes que versaban sobre asuntos que no eran de mi incumbencia en aquella tierna infancia en que solo me gustaba la musicalidad de la lengua, la sorpresa constante de tantas palabras desconocidas cuyo significado íbamos intuyendo a duras penas, o confundiendo en la fantasía de estar casi seguros de que se referían a tal cosa mientras nos deparaba otra sorpresa nueva al buscarlos luego, en casa, en el pequeño diccionario Anaya al que alguien le había colocado una C manuscrita delante para que fuera “canaya”, feliz en la inconsciencia de la ortografía.
Me asaltan todos estos recuerdos congelados en el cuarto de atrás de la memoria en un tiempo en el que la inteligencia artificial parece engañarnos con su poder supuestamente absoluto. El alumnado, cuando se le manda redactar, pretende engañar constantemente con el uso de esa inteligencia ajena, ese gazpacho de informaciones remotas que pone al artificial servicio de la causa que se le encargue en cada instante. De modo que la muchachada suele presentar trabajos con esa sintaxis aséptica, como desinfectada en el alcohol del internet más soporífero, y luego, a la hora de la verdad que es siempre el papel en blanco y en directo, o los exámenes, sorprende con otra sintaxis deslavazada que se pierde por los callejones sin salida de las subordinadas sin sentido, perdidas como si sus dueños perdieran el hilo de Ariadna que jamás tuvieron firmemente cogido por falta de entrenamiento lector, de hábito redactor, de amueblamiento mental.
Es en la infancia, en la pubertad, cuando esa práctica de ordenamiento lingüístico puede salvarnos para el resto de la vida. Si no sabemos construir verbalmente lo que pensamos, tampoco sabemos pensar lo que queremos construir verbalmente. Y el desorden nos va a jugar malas pasadas porque tampoco captaremos los mensajes previamente pensados por los otros si esos otros codifican a su antojo y nosotros no sabemos descodificar. Y así llegaremos, llegamos ya, al extremo de que en las elecciones más trascendentes del mundo nos prometan unas cosas y luego, cuando son las mismas pero parecen otras, nos damos cuenta de que todo fue un problema de lectura, como cuando Hitler llegó al poder en la nación más culta de Europa, supuestamente. Todo es supuesto, cogido con alfileres, al borde del abismo, mientras la sintaxis se nos resista. Y no hay inteligencia ajena que nos salve si no tenemos autonomía ni para decir exactamente lo que queremos.