Se lo oía decir a mi padre cuando le preguntaban, a pesar de haberse criado en la marisma, en aquellas colonias de pobres braceros que domesticaron uno de los espacios naturales más bellos de Europa y que nosotros teníamos detrás del pueblo aunque históricamente le hubiéramos dado la espalda porque siempre fue terrible enfrentarse a la naturaleza bravía, con sus aguas indómitas, sus fangos y sus fieras. Mi padre se vino luego al Furraque y allí, según se infiere de su relato, comenzó su civilización junto a una familia de la que todo se fue difuminando cuando murió definitivamente mi abuela, María Lengua. El Furraque había sido hasta entonces un puñado de casas arracimadas y en torno a una ermita, la de Los Remedios, con su tejado a dos aguas, su espadaña de campana cascabelera y su aroma a fin del mundo.
Yo lo conocí mucho más tarde, y porque nací en una calle de su creciente entorno expansivo, la calle Lista, que como las calles Larra, Dos de Mayo, Marquina o Agustina de Aragón fueron conformando la identidad de un barrio de calles terrizas en las que fueron floreciendo jóvenes familias en el último tercio del pasado siglo. El Furraque, como barrio, era ya entonces una manera de ser que iba configurando su perímetro desde Villa Alfaro hasta prácticamente el Plaíllo, otros barrios de aquella Villafranca de la Marisma que tenían en Los Remedios un punto de referencia divino al que ir a rezar, a pedir, a dar gracias o a llorar.
Cuando yo empecé a relacionarme con el Furraque, a experimentar su potencia socializadora, ya ejercían de embajadores extraordinarios, sin saberlo, Manolo Cerezuela y hasta su madre con su humilde clínica para todo, él con su vespino como una ambulancia adelantada a su tiempo y ella haciéndole los orificios a las niñas para sus pendientes. También tenían sus puertas abiertas de negocios entrañables la tienda de Pepa y una carnicería que se me borra de la memoria, las lecherías familiares de Modesto y de Ana Noguera, cuyas cántaras manejaba su marido al alba, cuando yo iba a pedirle la llave de la ermita para dar el primer toque de campanas de una misa que se decía allí los domingos antes de que se pusieran las calles. Al terminar aquella misa, el mundo ya había despertado, las mujeres del barrio regresaban a sus faenas y los hombres echaban un cigarro en la puerta hablando de sus cosas, con una cadera prominente apuntando a la marisma. El mundo era tan distinto entonces que un tal Bigote seguía despachando su vino mosto de una bota que tenía en el salón desamueblado de su propia casita, que ahí sigue, y Pepe Bucarat seguía entrando y saliendo de su casa con una burra que admiraban los chiquillos que iban a la miga de al lado, porque entonces no existían las escuelas infantiles y la primera pedagogía consistía en arrastrar cajones en una casa cualquiera que se ofreciera a recoger chiquillos antes de que entraran en la escuela del Gobierno.
Y en todos aquellos años allí seguía, con su mirada fija de Gioconda marismeña, con todo su misterio de Madre de Dios gloriosa y sonriente, la Virgen de los Remedios que ahora quieren coronar canónicamente. Van tarde, después de casi medio milenio, pero ya se sabe que los tiempos de Dios no son nuestros tiempos, y que a las madres no les importa el tiempo en que sus hijos decidan actuar para acordarse definitivamente de ellas. Siempre hay otras cosas más urgentes que remediar.
Hoy, Día del Amor Fraterno, sale a la calle la Virgen del Furraque, la devoción más intensa, indiscutible, telúrica, histórica y verdaderamente desaforada que ha dado este pueblo del Bajo Guadalquivir. Se nota que nada de esto que escribo es una exageración en el instante en que su primer varal asoma por el dintel de la capilla que pudo ser parroquia y nunca lo fue y que, sin embargo, es catedral en el corazón de medio pueblo, porque el Furraque, como Cádiz, tiene ya ese raro privilegio de haber roto sus costuras urbanísticas y es del Furraque todo aquel que quiere serlo. Punto.
La Virgen de Los Remedios ha renovado en torno a sí misma tanta potencia evangelizadora en los últimos dos siglos que primero se hizo acompañar de su Hijo Crucificado, el Cristo de la Vera Cruz que muestra el Jueves Santo el único camino que nos enseña Dios en la verdadera entrega por los demás, y luego por el Cautivo, esa otra cara de Dios en el Furraque que ha conseguido en solo tres décadas acumular en torno a su imponente trono de humildad la máxima devoción imaginable en este pueblo por el Señor hecho hombre cada Martes Santo. La Virgen de los Remedios, por tanto y por sí sola, acoge casi toda la Semana Santa de Los Palacios y Villafranca desde este barrio que bautiza un emblema con vocación universal: “Soy del Furraque”. Hoy puede serlo quien quiera.