Corrían los años sesenta del pasado siglo cuando Joaquín Romero Murube -aquel último conservador del Alcázar sevillano que ejercía a golpe de verso ignorado- escribió un artículo titulado “Los cielos que perdimos”. Hace ya otros sesenta años de aquello. El artículo no tardó en convertirse en libro, una de aquellas últimas obras de culto en la que el también autor de Sevilla en los labios lamentaba la destrucción de una ciudad a golpe de piqueta a favor de la prisa, el dinero y lo que algunos años después iba a dar en llamarse el mangoneo. Joaquín tuvo, durante décadas, el mismo modus operandi: otear la ciudad desde su privilegiada atalaya, pasearla a continuación, pegar la hebra con todo el mundo, desde cardenales a barrenderos, escribir aquellos artículos que iba desperdigando por todos las cabeceras de entonces desde que entregaba su manuscrito en folios apaisados y, después de que esos textos madurasen lo suficiente, agavillarlos en forma de libro. Las cosas de Joaquín, empezó a decirse en aquel entonces en esos ambientes dominados por arribistas donde las profecías del poeta palaciego molestaban tanto.
Fue verdad que aquellos cielos se perdieron entonces. Lo sufrieron las nuevas generaciones que miraban hacia arriba y, salvando las distancias con cuando Lorca anduvo por los rascacielos de Nueva York tres décadas antes, les costaba apreciar cuadritos cada vez más pequeños de ese celeste singular que tiene el cielo sevillano. Las quintas, sextas y séptimas plantas de los pisos de Los Remedios empezaron a tapar los cielos que muy poco antes había sido el pan azul de cada día en aquella infancia de Joaquín correteando por el compás de Santa Inés. ¡Ay, barrio de San Lorenzo! ¡Ay, Alameda! ¡Ay calle de San Luis!
El lamento progresivo por aquellos cielos que fueron convirtiéndose en unos cielos más, es decir, invisibles, ha ido evolucionando en estas últimas décadas hasta el momento presente en el que nadie acusa ya una pérdida irreparable, sino la pérdida del suelo. Los suelos que perdimos. No ya de comprarlo, ni de alquilarlo… sino hasta de pisarlo hemos ido perdiendo el derecho.
Los suelos que perdimos. Por Santa Catalina íbamos esta semana cuando entramos en uno de esos barecitos primorosos que parecen sacados de un cuento decimonónico sevillano desde fuera pero en el que, cuando entras, descubres que todo es cartón piedra. Hasta los camareros, sin conversación, con el discurso aprendido, siempre a favor de los guiris que almuerzan antes de la una. Se prohíbe el cante, leíamos en algunos pizarrines tabernarios hace ya tanto. Ahora es innecesario. Si uno quiere tomarse una cerveza en alguno de estos bares de mentira, lo tiene que hacer de pie porque, a esa hora, las mesas son para el almuerzo de los guiris. Tampoco se te ocurra salir a la puerta. Lo mejor es no separarse de la barra y pagar cuanto antes. El siguiente. Como en la cola del médico, cuando había médico.
Por la menguada Sevilla de verdad que nos va quedando, la turistificación continúa su mordida y la gentrificación insiste en expulsar a la gente que iba quedando. Como nadie puede comprarse nada y casi nadie puede alquilar nada, esta Sevilla de veras en cuarto menguante está ya en manos del interminable juego turístico, de modo que hasta los colegios se están quedando sin alumnado y las familias siguen acusando el doloroso exilio que va tocando para poder seguir viviendo una vida cotidiana que en la ciudad de la gracia ya es imposible porque aquí solo caben turistas y no gente corriente que vaya por el pan. Si Joaquín levantara la cabeza pensaría en escribir otro libro no sobre los cielos que ya se perdieron, sino sobre el suelo que podíamos pisar todos.