En otros tiempos, hablar de violencia significaba hablar de movimiento violento, es decir, aquel provocado por algo exterior a la cosa movida. Cuando el movimiento se producía sin intervención exterior entonces se hablaba más bien de espontaneidad: crecer, por ejemplo, era algo espontáneo; que la madre de uno arrojara, cual azcona, la zapatilla, algo violento. Cuando la violencia pasó a tener un significado puramente político o social, entonces se distinguió nuevamente: la violencia podría ser legítima (la del Estado) o ilegítima (la de los particulares). La progresiva prohibición de esta última (a esto precisamente llaman progreso algunos) acabó con la venganza (por eso languidecieron los duelos a florete y el cartesiano arte de la esgrima), que tendría que darse inexcusablemente por persona interpuesta: otros castigarían en nuestro nombre (las oposiciones a verdugos no serían tan duras como las de los notarios).
En este sentido, la justicia es venganza y no puede ser otra cosa. Sin embargo, como llevar razón nunca es suficiente, pues razón tenemos todos, hubo a continuación que hacerse perdonar el hecho de llevarla (aunque fuera racional y unánime e imparcial y hasta democrática). Un poco lo mismo que cuando mi madre me soltaba una mangurrina y decía que le dolía más a ella que a mí (máxima de acción bastante razonable, por cierto). El dedo corvo de la diosa ultriz lo consiguió mediante una estrategia parecida. El castigo (cada vez menos cruel o menos duradero) se pondría al servicio del reo. Se le castigaría por su bien, para que aprendiera y reformara su conducta: reinserción en el cuerpo social. Expiaría su culpa, sí, pero regresaría de nuevo a la comunidad de los hombres (y mujeres) una vez expiada (algunos aprovechan incluso ese tiempo para estudiar filosofía, aprender un oficio o convertirse a su vez en ejemplares reinsertadores; dicen que el ajedrez es muy bueno para eso, algo menos, no sé muy bien por qué, el parchís).
Pero que algo se prohiba no significa que deje de producirse lo prohibido: sigue habiendo por ahí asesinos y violadores y atracadores y psicópatas varios que apuestan por seguir con sus fechorías y sus vilezas. De hecho, aunque en la práctica tienen dificultades para vivir de acuerdo con las sutiles distinciones de juristas y filósofos, en teoría son muy complacientes con esos mismos distingos, pues ni una sola vez se les ocurre pensar que su violencia es legítima. Durante un tiempo se les llamó presos comunes (distinción que se ha perdido porque ahora es impensable, como recuerdan los periodistas a todas horas, que haya algún preso que no sea común) para diferenciarlos de los presos políticos (tal vez los insumisos de los ochenta y noventa fueran los últimos que pudieron todavía portar ese estandarte con dignidad, aunque algunos políticos presos han intentado también enarbolarlo, pero con poco éxito), pues estos consideraban que su violencia, a pesar de los pesares, era no obstante legítima.
Tal legitimidad se articula apelando en los casos más inocentes a la modalidad pacífica o de sola desobediencia que practican; en los algo más graves declarando que se expropia en vez de atracar (como los anarquistas de los setenta) y en los más terribles dictando ejecuciones en vez de asesinando (recuerdo cómo, con doce o trece años, en casa de mi madrina, leí a escondidas y con aprensión un libro titulado Cómo y por qué ejecutamos a Carrero Blanco). Tales esfuerzos de redenominación olvidan que el antiguo sentido de violencia no ha desaparecido del todo, como recordando que no somos capaces de movernos sin que nos muevan y de quedarnos quietos sin que nos paren. Todavía pervive como facultad de obligar desde fuera. Pero esto constituye un problema, porque resulta que ya, hoy, ahora no hay un afuera legitimado ni puede haberlo. Esa es una de las razones de que la guerra sea ilegal, pero también de que la articulación de esos afueras mediante una relación calculada de fuerzas sea tan frágil como un gorrión de Swift (Kant dixit).
Todas las tardes mi madre solía merendar con sus hermanas, las mellizas. Tomaban el té y confitura de naranja. Discutían de todo y por todo. Yo solía estar con ellas, porque siempre me ha interesado el habla de las mujeres. Mi madre es muy hábil discutiendo y yo solía ayudarla en sus argumentaciones contra mis tías. Un día, ya nosotros solos, le dije: “Mamá, ¿por qué siempre tenemos razón nosotros?” Hizo un gesto displicente y se puso con sus cosas.