Seguro que están familiarizados con alguna de las características de la posesión demoníaca. Seguro que es por el cine o por la literatura. Por eso sabrán que, normalmente, los poseídos por el maligno pueden bajar las escaleras del revés y a cuatro patas, girar su cabeza trescientos sesenta grados, soltar espuma por la boca sin necesidad de sufrir epilepsia o ser víctimas de movimientos espasmódicos dignos del circo del sol. Pero, sin duda, la capacidad que más me ha asombrado siempre de los albergadores eventuales de Satán es su capacidad para expresarse en un idioma extranjero y desconocido para ellos mismos. Quizás no conozcan el nombre que tiene este fenómeno: la xenoglosia, esto es, la habilidad de poder hablar o escribir un lenguaje no familiar, totalmente ajeno, para un individuo. Al parecer, no es la persona quien habla, sino el ser viviente demoníaco que se manifiesta en su cuerpo. De ahí lo paranormal del asunto. Yo siempre he pensado que, más allá del vómito verde y del contorsionismo descontrolado, lo más jodido debe ser eso de hablar y no entenderse. Probablemente sea porque me dedico a esto de la comunicación, pero qué quieren que les diga: para mí no ser capaz de conjugar pensamiento y lenguaje es la madre de todas las faenas.
Estos días he pensado en la xenoglosia viendo el cara a cara entre Sánchez y Feijóo. Si hace quince días me quejaba amargamente ante ustedes de que el único debate a dos de esta campaña electoral se fuera a dirimir en un medio privado, hoy no sé si congratularme de que solo vayamos a asistir a uno de estos encuentros. Y es que aquello fue de todo menos un debate. Más bien fue un espectáculo de pirotecnia en el que arrojarse bengalas rojas o blancas dependiendo del tamaño de la mentira lanzada por el contrario. Poco pudimos sacar en claro los espectadores de aquel encontronazo catódico en la carrera hacia la Moncloa. Realmente poco cuando lo único que hacen los líderes políticos es acusarse mutuamente de mentir en todo, de realizar la peor gestión y de no haber hecho nada bien en su vida. Datos, cifras y porcentajes que cada contendiente esgrimía sin sonrojo y que contradecían totalmente a los del otro. Y nosotros en el medio sin un faro que nos guíe. ¿Quién mentía? Probablemente los dos y, en según qué cosas, uno más que el otro. Eso ya lo juzgará nuestra ideología, que no nuestra razón.
Y esos periodistas tan independientes, tan preparados, tan representativos el uno y la otra del estilo atresmediano no desmintieron ni media, no corrigieron a nadie, no combatieron la falacia. Simplemente fueron convidados de piedra de los que no se espera ni se permite nada más que jugar el papel de un reloj de ajedrez.
Cuando no se confrontan ideas, cuando solo se miente y se acusa al otro de mentir, cada boca de las dos en liza está hablando su propio idioma, un idioma desconocido para el de enfrente y hasta para sí mismo si es que se aspiraba a transmitir algo constructivo. Una suerte de xenoglosia electoral ante la que sentirnos impotentes y hastiados.
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