Yo no estuve allí. Yo no colgué la bandera en el balcón ni la saqué a la calle. No estuve. Aún faltaban 22 años para que naciera, pero sin embargo lo siento dentro. Me sorprendo, en ocasiones, emocionada al recordar —sorprendentemente— en primera persona el grito de todo un pueblo que pedía autonomía. Yo no lo viví. Yo no estuve ahí, pero sin embargo siento como me estremezco al recordar familias enteras en las calles, la ilusión y la esperanza materializada en la blanca y verde, los ojos soñadores de los mayores y la inocencia de los pequeños; la sangre de Caparrós. Un 4 de diciembre de 1977 aún no había nacido, pero el pueblo andaluz renacía tras 40 años de asfixia.
Nunca me hablaron del 4 de diciembre, ni de Caparrós. Sobre Blas Infante me dijeron que en mi pueblo había una calle y del 28 de febrero que ese día no había clase y que unos días antes desayunaríamos pan con aceite, saldríamos al patio a mover una bandera de papel pintada y cantaríamos un himno cuya letra nadie nos explicó. En mis libros no aparecían imágenes de calles abarrotadas de gente gritando “¡Viva Andalucía libre!” y en clases de historia nunca comentaron como el Trienio Bolchevique sentó las bases de la construcción del andalucismo.
Tampoco me hablaron de una Constitución de Antequera, ni de Asambleas en Ronda, ni en Córdoba y mucho menos mencionaron que aquel hombre que tenía una calle en mi pueblo los franquistas le pegaron un tiro en la cabeza por defender a Andalucía. También se les olvidaba mencionar que ese hombre que supuestamente sería importante al tener una calle sigue sin tener una sepultura digna y que su cuerpo sigue desaparecido en alguna cuneta, como tantos otros.
Somos muchos los andaluces y andaluzas que no habíamos nacido en el 4D. El silencio, la invisibilización y la creación de todo un mecanismo de olvido institucional ha hecho que no conociéramos la historia y, por lo tanto, no pudiésemos sentirnos participe de ella. Condenaron a Andalucía, y al andalucismo, al basurero de la historia. Pero parece que la semilla vuelve a germinar por necesidad y por autoestima de quienes ya están cansados de que la tierra más rica sea la de los pobres. Hay un andalucismo vivo en nuestras conciencias, que bebe de quienes fuimos, que relee libros, que retorna a los cimientos, al principio, para poder pensar el camino para llegar a quienes seremos.
Hoy, en vísperas de que se cumplan 42 años del histórico 4 de diciembre, tenemos la obligación de desbordar las calles y pensar desde y con el andalucismo como solucionar los problemas que bombardean este pueblo y que tras más de cuarenta años, parecen que siguen igual, o peor. Son muchas las dificultades a las que nos enfrentamos pero yo, humildemente, intentaré recoger de forma breve algunas de ellas -en cada una de ellas se debería de profundizar por separado- agrupándolas en torno a tres cuestiones: nivel estructural, nivel político y construcción futura.
En primer lugar, Andalucía sigue estando a la cabeza de desigualdad. La pobreza, la exclusión social y el paro son cuestiones que siguen torturando a los andaluces. Un 38,2% de los andaluces están en riesgo de pobreza, un 21,8% se encuentra en paro y siete de cada diez tienen dificultades para llegar a fin de mes. El modelo actual produce desigualdad y sin embargo no tenemos ningún problema en asumirlo y normalizarlo. Por si todo esto fuera poco, Andalucía tiene una especial vulnerabilidad frente al cambio climático. Comenzar a hablar desde Andalucía de la necesidad de llevar a cabo una transición ecológica que revitalice la economía es clave para la supervivencia -tanto literal como metafóricamente- de nuestra tierra.
En segundo lugar, actualmente vivimos una situación en la que nuestras instituciones de autogobierno se encuentran incautadas por quienes no creen en la autonomía y tienen como objetivo destruir todo ámbito donde la descentralización impere.
En una coyuntura donde por un lado, los nacionalismos empujan hacia un debate territorial y, por el otro, hay quienes reniegan con más fuerza que nunca la realidad andaluza como una nacionalidad histórica y juegan a saltarse la Constitución —mientras dicen llevarla por bandera—, es más necesario que nunca el resurgir del discurso andalucista para colocar a Andalucía —y defenderla—, junto a sus dolores y sus problemas, dentro del debate.
Por último, debemos de trazar el camino que queremos seguir en los próximos ciclos. El andalucismo no está dormido, pero hay que atizarlo para que el fuego no se apague. Son muchos los retos a los que nos enfrentamos y debemos de estar a la altura. Debemos de volver atrás y recordar y aprender de lo que fuimos. Recoger los anhelos del 4 de diciembre, de Blas Infante, de José Andrés Vázquez, analizarlos, estudiarlos, trasladarlos al presente y pensar si se han conseguido y si no, elaborar estrategias para adaptarlos a nuestra realidad. Debemos de ser inteligentes y no caer en un andalucismo excluyente. El andalucismo siempre ha sido integrador y siempre ha tenido en cuenta al resto de pueblos. No debemos de olvidarlo: el andalucismo no sólo supone una emancipación de Andalucía, si no también para el resto de España.
El contexto ha cambiado mucho en 42 años, pero seguimos llorando unos dolores producidos por una brecha social cada vez más manifiesta, unas estructuras que ahogan y un expolio generalizado a lo andaluz. Recuperar la dignidad de un pueblo oprimido desde sus orígenes es una obligación para quienes creemos en una Andalucía libre de quienes la maltratan, desprestigian a su gente y explotan a sus trabajadores. En el himno de Andalucía, el cual nunca me explicaron en el colegio, invitaba a los andaluces a levantarse para pedir “tierra y libertad”. Ahora, quizás debamos añadir más razones para levantarnos y gritar como la lucha de todos los andaluces y andaluzas valientes nos enseñó: “trabajo, pan, techo, igualdad y dignidad”.
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