Contaré una vieja historia. La leí hace ya mucho tiempo en un ilustrado materialista francés del siglo XVIII, Julien Offray de La Mettrie (1709-1751). Alguna vez la he referido, por lo que ruego que se me disculpe la insistencia y aquí estoy en cualquier caso por si se precisan más referencias. La verdad es que no sé mucho más al respecto, ni si ha sido estudiada. No importa. Se me antoja como algo particularmente indignante, de una obscenidad institucional que dice mucho acerca de los parapetos ideológicos que conforman un momento y una época (aquella, pero probablemente también, mutatis mutandis, esta). Es en definitiva un magnífico ejemplo de cómo, con todas las razones del mundo, podemos llevarnos por delante la individualidad de las excepciones y lo específico del goce, incluso entre epicúreos ilustrados como La Mettrie. Se me antoja, además, un momento particularmente abyecto en la historia de la obediencia, del lugar desde el que se ordena y manda, se obliga y prohíbe: la yusión infame.
Hablo, pues, de un monstruo de la naturaleza, de una pobre campesina, una mujer fallida a la que faltaban sus genitales, ni terrón ni vulva ni vagina ni labios. No menstruaba y la ciencia médica de la época, siempre tan dispuesta, tomó cumplida nota de sus características. Sondaban la uretra y después se introducían en su ano con el bisturí para darse cuenta de que no tenía sino carnes falsas, apenas vasculosas, vegetaciones grasas. Escrutaban y perescrutaban por sus vísceras e interiores para comprobar que era un animal indefinible, sin matriz. Al no encontrar la diferencia material, idearon la forma de construir una vulva, pero las dificultades fueron insuperables; la idiopatía era mayúscula y los medios todavía insuficientes. Dado que la materia se ausentaba, volvieron sobre la misma para obliterar lo que quedaba, pero ya no mediante tijeras o agujas, pinzas o sargentas, sino mediante lo que de verdad modifica las cosas: las frases de modalidad yusiva, las que ordenan.
En efecto, la obligaron a descasarse tras diez años de casada con campesino tan ignorante como ella. Resultaba que matrimoniaban como podían, es decir, por el ano, pues donde no hay regla ella sola se pone, sin darle más importancia al asunto y amándose tanto como pueden amarse los matrimonios (mi suegra suele decir que el matrimonio son las comportaciones). En este caso, se daban subjuntivamente por el culo. Pero, a ojos biempensantes e ilustrados, la inocencia de su imbecilidad era más inquietante que el vicio del refinado (la pobre Justine de Sade, por ejemplo, que seguro que hubiere echado de menos campesino tan delicado). La decisión de descasarlos los enojó indeciblemente, pero ahí estaba la ciencia médica para certificar que el placer venéreo de ella era nulo. Cosquilleaban su clítoris ausente y aquellas cosquillas no devolvían sensaciones agradables; tocaban sus pechos y no se inflamaban de excitación. Médicos y cirujanos de Gante lo vieron tal y como lo cuento y hasta lo hizo el señor conde de Erouville, teniente general. Lo yusivo se había vuelto indicativo. El mundo estaba otra vez bien hecho.