Toribio de Mogrovejo nació en 1538 en Mayorga de Campos (Valladolid). Su legado va más allá del ámbito religioso, marcando profundamente la historia y la identidad del catolicismo en América Latina. Procedente de una familia noble, Toribio fue un experto en derecho canónico y profesor en la Universidad de Salamanca.
Su trayectoria dio un giro inesperado cuando, en 1580, el rey Felipe II lo eligió para ocupar el obispado de la Ciudad de Los Reyes —hoy Lima— a pesar de no haber recibido aún las órdenes sagradas. En tiempo récord, fue ordenado sacerdote y consagrado obispo, emprendiendo así una misión que transformaría la Iglesia en el continente.
Al llegar al Perú, encontró una sociedad marcada por medio siglo de dominio español, donde el poder no lo ejercía tanto el virrey como los descendientes de los primeros conquistadores. En este complejo contexto político y social, Toribio inició un episcopado de 25 años, caracterizado por una profunda labor reformadora que sentó las bases de la estructura eclesiástica en la región.
Aprendió quechua y aimara para poder comunicarse directamente con los pueblos indígenas
Convencido de que era necesario renovar la labor pastoral, comenzó por reformar el clero, al que consideraba aburguesado y desconectado de su misión. Aprendió quechua y aimara para poder comunicarse directamente con los pueblos indígenas y promover una re-evangelización basada en el respeto y la dignidad de sus culturas. Impulsó la traducción del Catecismo de la Iglesia Católica a las lenguas originarias y obligó a los sacerdotes a estudiarlas.
Durante una década recorrió incansablemente su extenso territorio, visitando zonas remotas y confirmando a miles de fieles, entre ellos a tres futuros santos: san Martín de Porres, san Francisco Solano y santa Rosa de Lima. Su compromiso se reflejó también en la fundación de cien parroquias, la convocatoria de un Concilio Panamericano, dos concilios provinciales y doce sínodos diocesanos.
Toribio de Mogrovejo murió en 1606. Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726 y, en 1983, san Juan Pablo II lo nombró patrón del episcopado latinoamericano. Su figura es recordada hoy no solo como un reformador de la Iglesia, sino como un defensor incansable de los derechos de los pueblos originarios en un momento clave de la historia del continente.