El cantaor jerezano brinda hora y media de recital en el Círculo Flamenco de Madrid, donde atrapa al público con una onda expansiva que legó del temblor de genios como Manuel Torre.
Si Manuel Torre era "como un temblor largo y hondo que empezó hace muchos siglos”, Antonio Malena forma parte de esa onda expansiva que aún permanece y se siente, cuando están a punto de cumplirse 85 años de la muerte de su paisano. Como le sucedía al genio iracundo e imprevisible de Jerez, siempre sediento de inspiración y aprovechando sus propios destellos, al de la Malena también le gusta rodearse de silencio, “que es una cosa muy grande”. Pero no para escucharse o gustarse a sí mismo. Al contrario, ese silencio es imprescindible para afrontar el duro trance de comunicarse con sus ancestros y hacer que pasen por su garganta. Durante hora y media de recital, no es su boca la que se duele o se queja, no es su cuerpo el que está ahí. Acaso sea esa la razón incorpórea de la que hablaba Mairena. Acaso su cante sea como el misterio del palo cortao a los jereces.
Aprovechando ese respetuoso silencio sepulcral del maravilloso cuarto de cabales que tiene instaurado el Círculo Flamenco de Madrid en plena Latina, el caso es que el cantaor-médium está y no está, aparece para presentarse (para volver a presentarse, pues hacía más de una década que no conectaba en directo y en solitario con la afición de la capital de España) y se vuelve a ir a una especie de profundidad submarina, o a otra dimensión, desde donde regresa como poseído por otros que le precedieron, grandes creadores y recreadores de un arte que nadie sabe dónde y cómo nace, y al que, a menudo, muchos lo dan por muerto. No será por Malena, con un recorrido, una memoria histórica jonda inusual, y unos principios inquebrantables frente a las perversiones de la mercadotecnia, los pelotazos y los productos de grandes masas —"aquí nunca se ha estado (en el flamenco) para ganar dinero", decía en una entrevista en este periódico—.
¿Quién se acuerda ya de Tomás el Nitri, de la Requejo, de Isabelita de Jerez, de Diego el Marrurro…? ¿Quién arranca un recital con siete minutos consecutivos por tientos y un remate de apenas dos minutos por tangos? ¿Quién lo cierra por martinetes después de dos seguiriyas, una homenaje a Manuel Torre, y otra, a Mairena y a El Nitri? ¿Quién atrapa durante 90 minutos a palo seco, sin más acompañamiento que el toque medido de su hijo Antoñito -repleto de musicalidad pero sobrio y rotundo en su enérgica sonanta—? El taranto de Torre, las cantiñas del Pinini, la granaína y media granaína de Chacón, la soleá de Frijones que cantaba Tío Borrico, las bulerías lebrijanas de su madre la Malena, que son casi cantes de ida y vuelta… Es increíble cómo huye de la prisa de estos días, cómo paladea cada palabra, cómo susurra y se retuerce hasta arrancar el ole. Antonio Malena lo hace casi, casi sin despeinarse. Hasta remachando con una copla por bulerías de Mairena que la acepta porque "tiene mucha gitanería; y yo si tiene gitanería, me lo trago todo". Llámele gitanería, llámele verdad.
Uno tras otro estilo, el cantaor ensancha el pecho sin regatear esfuerzos, dándolo todo en cada verso, doliéndose y lastimando con una honestidad y una autenticidad cada vez más valiosa por escasa. Aparece en escena como un inusual flamenco libre, de apariencia transgresora, pero más rancio y mineral imposible; pareciendo a veces que se cae en ese esforzado ejercicio de invocar a los que ya no están y hacer que su eco permanezca vivo. Todo por mantener el temblor de una fiesta que encuentra en lo trágico su razón de ser, su aprendizaje y, por qué no, la fe para continuar viva. Todo por mantenerse fiel a lo que uno ama. Todo por entender el silencio.
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