Casa Cristo, el tabanco con alma motera

Desde hace 25 años, Cristóbal Cordero regenta a los pies del Alcázar la taberna 'La Sureña', un negocio tan peculiar como su propietario

Cristóbal, en la puerta de su tabanco. FOTO: MANU GARCÍA
Cristóbal, en la puerta de su tabanco. FOTO: MANU GARCÍA

No se imagina qué habría sido de él si no se hubiera puesto detrás de una barra en el año 1993, pero tampoco se ve jubilándose en su negocio. “No me veo atado aquí. Primero porque estoy harto de ser autónomo en este país. Y después porque yo soy como el saltamontes, que pega un salto y nunca sabe dónde va a acabar”. Cristóbal Cordero, Cristo para sus amigos, es un tipo peculiar. Regenta en la Alameda Vieja, desde hace 25 años, Casa Cristo 'La Sureña', que se anuncia como “taberna típica jerezana”, lo que viene a ser un tabanco, pero reconoce que “antes esa palabra casi ni se usaba y no estaban tan bien vistos como ahora”.

Cristo no es un hostelero al uso. No se define siquiera como camarero porque “a mí nadie me ha enseñado ni a tirar una cerveza ni a cortar un jamón. Yo soy tabanquero”. Su padre, químico enólogo y extrabajador en una bodega, montó a sus tres hijos un negocio a cada uno y a Cristo, que desde pequeño acompañaba a su padre en sus labores profesionales le tocó en suerte ponerse a servir vinos de Jerez con los 18 años recién cumplidos en un reformado local que en su día fue un pequeño taller de motos. Como reconoce, “lo que era como un juego se convirtió en una forma de entender y vivir la vida”.

Así que, siendo “casi un niño”, empezó en un negocio que ha cambiado con el tiempo. El tabanco clásico jerezano dista bastante del que se conoce hoy día, en el que además de vinos se sirven comidas, suele haber música en directo —principalmente flamenco— y abunda la gente joven de ambos sexos, nada que ver con los clientes habituales de antaño. “Yo abría aquí a las ocho de la mañana y ya tenía a cuatro o a cinco esperando en la puerta para tomarse la primera copa”, rememora Cristo, que no olvida esas “narices coloradas llenas de venas” y esas “barrigas gordas, de hígados inflamados por la cirrosis” de sus antiguos parroquianos. Tampoco se olvida de sus costumbres.

“Nada más abrir ya se tomaban o brandy, o anís o whisky. Luego llegaba el oloroso, el amontillado y el cream y sobre la una de la tarde, el fino. Luego se iban a las tres a dormir la mona y ya volvían por la tarde para volver a beber. Y así, todos los días”. Eran personas hechas para beber, explica Cristo, que añade que “yo he conocido a gente que con noventa años se bebían un litro de oloroso, ¡un litro!, que luego iban al médico y se morían a los 15 días porque les quitaban de beber vino”.

El tabanquero, durante su entrevista con lavozdelsur.es. FOTO: MANU GARCÍA

Su tabanco —o su taberna típica, como prefieran— tiene, en parte, ese halo antiguo. Aunque le gusta y lo respeta, aquí no hay flamenco en directo. Él, que es más de rock, reconoce que tiene unos amplificadores listos junto a la barra por si alguien llega con ganas de tocar la guitarra. Ha introducido el embutido como tapa fría, más allá de los cacahuetes o altramuces que servía en sus inicios, pero poco más. Tampoco ha cambiado mucho la estética, con sus botas detrás de la barra para servir el vino a granel.

Solo ha repintado el local, eliminado algunos cuadros y ha añadido un mueble, a la derecha según se entra, donde guarda botellas de vino que están a la venta al público. “Aquí no hablamos ni de fútbol, ni de política, ni de religión, solo de vinos, quesos y buen jamón”, reza pintado en tiza en una viga de madera. Cristo concibe su negocio como “una botica para el alma y el espíritu” y aunque no prohíbe a nadie que hable de lo que le venga en gana, entiende que “a los bares viene uno a pasárselo bien, no a cabrearse. Eso es una nota para que la gente lo recuerde”.

Pero si algo distingue a Cristo de otro tabanquero al uso es su inconfundible estética motera. Miembro del motoclub Cherokee, es propietario de una Harley Davidson y de una preciosa Benelli roja. “Yo tengo dos pasiones, la música y las motos. El vino es mi trabajo”, reconoce abiertamente. De esta manera, ha hecho de su taberna un lugar de paso para sus compañeros del club y para otros tantos aficionados a las dos ruedas que llegan a Jerez, sobre todo en las fechas del Gran Premio de España. Como buen motero, tampoco le falta un llamativo tatuaje en el hombro izquierdo, una alegoría de su vida, según dice, y afirma que el próximo que se haga tendrá que ver con su negocio.

Cristóbal, en otro momento de la entrevista. FOTO: MANU GARCÍA

En 25 años detrás de la barra cuenta por miles sus anécdotas y afirma que no ha tenido “dos días iguales”, porque “casi todos te sorprenden, para bien o para mal”. En cuanto a su clientela, la define de heterogénea. Por aquí han pasado desde personajes de “alta alcurnia” —artistas, políticos, toreros, actores, músicos— hasta el más absoluto de los desconocidos. Eso sí, cuenta que a todos los trata por igual porque “me da absolutamente igual la condición social del que entra por la puerta, lo único que pido es respeto”.

En cuanto a Jerez, afirma que no la ve preparada todavía para el turismo, a pesar de que la ciudad parezca querer aspirar a vivir de ello. “Falta limpieza, faltan aseos públicos —los que hay no funcionan—, falta que arreglen las casas que se caen del centro y faltan idiomas entre algunos profesionales de la hostelería. Yo no he aprobado un examen de inglés en mi vida, pero lo hablo por necesidad”.

Pero también critica al turista de hoy día, “nada que ver con el de antes. El de hoy es un turista diésel: hace muchos kilómetros y gasta poco”, lamenta. Eso sí, reconoce que el auge de los tabancos en los últimos años le ha favorecido, aunque a su negocio se le excluya en ocasiones del circuito habitual. “Gracias a los tabancos el centro se ha vuelto a activar. Lo importante es que cada uno, con sus formas, su idiosincrasia

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Jorge Miró

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