La primera vez que una comida internacional me asombró, esa fue sin duda la comida mexicana. Fue en el restaurante que había en el antiguo “Continente” (hoy Carrefour Sur), y me pedí unas enchiladas. En esa época, también se celebró la “fiesta mexicana” en el chalet de mis abuelos, en la que hice de anfitriona ofreciendo tequila, limón y sal, mientras iba ataviada con la vestimenta tradicional. Es lógico pues, que en algún momento empezara a fantasear con visitar México y probar las auténticas enchiladas. La verdad es que esta primera fascinación no se tradujo tampoco en que me convirtiera en una gran asidua de restaurantes mexicanos, de hecho me llegué a cansar porque me parecía que todo era la misma comida, tortas de diferentes tipos con pollo o cerdo y verduras salteadas. De todas formas, esto no quita para que disfrutara durante mucho años del mexicano de la Plaza Plateros en Jerez: todo me sabía igual pero siempre era muy disfrutable el ratito, sentada en el coqueto rincón de madera que montaron.
Así que, sin grandes descubrimientos culinarios pero con una sensación muy agradable al recrearme en este ambiente, pasaron los años hasta que en el verano de 2019, Juan y yo hicimos un viaje a la Península del Yucatán mexicana. Lo que pasó allí gastronómicamente hablando me confirmó dos cosas: que la comida mexicana es, efectivamente, muy repetitiva, pero que está mil veces más rica y tiene más matices de lo que podría imaginar. La impresión de que todo se come en tipos de “tortillas” es totalmente cierta. Tortillas es como llaman a los tacos, fajitas, burritos, quesadillas, enchiladas, nachos, etc, que son masas hechas con harina de maíz o de trigo en las que introducen los rellenos a base de carne, pescado o verdura, y a veces se acompañan de salsas o queso. La más típica es el taco (tortilla de harina de maíz redonda y pequeña); la fajita se hace con harina de trigo y se sirve con los ingredientes separados para que los comensales se la preparen en la mesa; el burrito es también de trigo y se sirve ya montado (aunque no lo comí ni vi, creo que es más Texmex); la quesadilla es también de trigo y además lleva queso; las enchiladas son de maíz y van acompañadas de queso y salsa de chile, de ahí su nombre, y por último, los nachos son de maíz y fritos. Es por esto, que lo importante es tener en cuenta si prefieres tortilla de maíz o de trigo, sin montar o no, con salsa o sin salsa… y a partir de ahí sobre todo fijarte en los rellenos. Estando allí descubrimos que en Yucatán también se comen mucho los salbutes y panuchos, que son las tortillas de maíz pero ligeramente fritas, y que el panucho además va relleno de frijoles (placer máximo).
Si tuviera que elegir uno me quedaría con los tacos, me pareció lo más genuino de la zona de Yucatán, y aunque la tortilla de maíz puede parecer al principio algo insulsa, se le coge el gusto. El primer día que pasamos en San Cristobal de las Casas fuimos a un restaurante mexicano que podía ser igual que uno típico de aquí en cuanto a decoración y variedad de platos, si bien estaba todo mucho más rico y sabroso. Esto me sorprendió porque realmente no difiere muchísimo la expectativa de la realidad, lo cual resulta un poco agridulce. La sorpresa llegó cuando seguimos el viaje y empezamos a comer tacos en los puestos callejeros del mercado de Valladolid (nada que envidiarles a los de restaurantes más preparados); cuando probamos la verdadera cochinita pibil en Mérida (cocinada bajo tierra durante horas), y cuando descubrimos algunos bares de pueblecitos perdidos, especialmente uno en Izamal llamado “Los portales”, en el que una viejita encantadora me sirvió lo que llamó “potaje”, un guiso de legumbres, carne y huevo que me recordó muchísimo a la berza de mi abuela. No podía imaginar que en aquel pueblo escondido entre Mérida y Valladolid, fuera a encontrar lo más parecido a una berza jerezana.
También fue increíble comer sopas de lima (muy típicas de la zona) y sopas de verdura (especialmente una que comí en “El Caldero”, un restaurante de San Cristobal de las Casas especializado en sopas, y que llevaba chayote (una verdura a medio camino entre la calabaza y el calabacín), ejotes (judías verdes), zanahoria, patata, calabaza y arroz blanco. Mención especial al guacamole, a la lima acompañándolo todo, a los jugos de frutas (el mejor el de lima y el de chaya), y a la chelada (cerveza con zumo natural de limón y sal). La michelada es la prima hermana de la chelada, pero lleva además salsa Tabasco, está rica pero muy cargante, prefiero la chelada. Aclaro aquí que no soy fan del tequila ni del mezcal (aunque el sirope de ágave me encanta, siendo el ágave, o maguey, la base del mezcal y del tequila).
Entre los muchos paseos por los mercados también descubrimos los chiles (o ajíes) y sus diferentes tipos (jalapeño, habanero, chipotle…), pero quizás el mayor descubrimiento de entre todos los platillos y antojitos que probé, fue la cebolla morada encurtida, que la suelen poner para acompañar los tacos y muy especialmente la cochinita pibil. Tan solo hay que hervirla un poco y dejarla macerar con limón o lima y vinagre. El viaje que empezó de pequeña en aquella enchilada repleta de salsas y queso, termina ahora cada semana en mi mesa con una tosta de aguacate y cebolla morada. La delicia de México en un bocado.