Manu Martínez nunca pensó en dedicarse a la hostelería. Claro que tampoco parecía destinado a ser un profesional de los medios de comunicación y ahí lo tienen, triunfando con su enésima producción para Canal Sur, Andaluces por España”, y consolidándose como uno de los rostros más populares y queridos en nuestra región.
Es lo que tiene ser de pueblo, y a mucha honra. Llano y cercano como él solo, pero terco como una mula. Y si se es de Lebrija, tanto mejor. El lugar del mundo con más caterings por habitante (1 por cada 7.000). A base de mucho trabajo, constancia y disciplina, Manu ha ido alcanzando sus metas. Siendo adolescente, el gran José Manuel Cauqui le espetó a que aprendiera inglés para poder presentar mejor los discos en Los Cuarenta Principales. Y, ni corto ni perezoso, hizo las maletas y se marchó un año a Londres. Luego fue profesional de la escayola, trabajándola como nadie. Como peón primero y luego como empresario, que también lo fue de una empresa de pinturas.
Le conozco desde hace más de diez años y siempre lo recuerdo con una pierna en los medios y otra haciendo algo diferente. Hace cinco años surgió lo de montar un chiringuito en la playa. No tenía experiencia alguna en la hostelería. De hecho, los dos primeros veranos pagó con creces la novatada. Le vendieron un atún rojo al que habían bañado previamente con sangre y los proveedores del vino le regalaban cajas y cajas a las que luego no podía dar salida.
A base de palos, pero sobre todo gracias a su tenacidad y disciplina, fue aprendiendo el oficio, a lo que también le ha ayudado ser un viajero empedernido. Ahora que ha cogido perla, como dicen los del gremio, me decidí por fin visitarle. Fue un mediodía agradable de estos. Me acompañaba una gran amiga que iba a ver si le cuadraba el lugar para dedicarle una página en El Mundo.
Reservamos mesa previamente, algo fundamental porque está casi siempre lleno, al mediodía o de noche, sobre todo en agosto. Y si hay actuación musical, de Raimundo Amador, Dani Martín o Los Chanclas, ya ni les cuento.
No soy mucho de playa, y a estas horas muchísimo menos. Llegamos a las Tres Piedras, entre Costa Ballena y Chipiona. No hacía mucho me había quedado atascado en la de los militares, en Zahara de los Atunes, e iba algo preocupado por no quedarme otra vez clavado en la arena.
La señalización funciona en el primer tramo, pero luego, cuando no puedes seguir adelante porque está el mar, es mejorable. La zona está atestada de coches, bañistas, rulots y amantes del camping. En primera línea, muchos chiringuitos. Hay de todo. Cada uno de su padre y de su madre. De los clásicos, conocía El Ajedrez. Y el bar Eduardo, una pequeña edificación de 60 metros cuadrados levantada en suelo protegido que después de 42 años, y con Costas dando aliento en el cogote, fue derribada hace ocho años. Al mismo tiempo abrieron uno al lado cuya especialidad son los chocos guisados, pero no he podido probarlos aún.
Le preguntamos a una mujer joven por La Manuela y nos indica que está a pocos metros y que podemos ir buscando sitio ahí mismo. Afortunadamente, a la hora de comer muchos cesan en sus baños de sol y hay sitio de sobra. Aparcamos muy cerca.
La Manuela, que es como debía haberse llamado en un principio su hija mayor Mar, ocupa una esquina en una primerísima línea de playa. Sin duda, Manuel tuvo buen ojo cuando dio con el sitio, que entonces ocupaba un bareto del que ahora no queda más que el solar.
Conforme nos acercamos a La Manuela tenemos la sensación de estar entrando en otro ambiente distinto al que nos rodea. Ni mejor ni peor. Distinto. A la derecha, el restaurante. Como era presumible, con su terraza y su comedor llenos, no así la barra con sus seis sillas altas, vacías. Dada la cercanía del mar, sopla una brisa fresquita que va aplacando nuestra sensación de bochorno.
A nuestra izquierda, también perteneciente a La Manuela, hay un aparte con cómodas tumbonas, sombrillas y sofás-cama con doseles donde poder disfrutar de las vistas o de una puesta de sol tomando una copa. Hay también dos árboles pintados de azul, que luego me entero que el propio Manuel pintó con sus dos hijas.
Accedemos al restaurante donde rápidamente nos atiende un camarero que nos ofrece sendos cócteles sin alcohol muy agradables y oportunos para aliviar la sed. Nos dice que Manuel llegará enseguida. La decoración es muy andaluza. Predominan el blanco de la cal y las maderas pintadas de verde mar, el mismo color que las muchas macetas con geranios que cuelgan de las paredes.
Estamos pisando césped, lo que agradece especialmente un servidor, enemigo declarado de la arena, especialmente la fina que se pega y no sale. Entrando a la derecha están la barra, el comedor y la terraza. La sombra de la pérgola y de las sombrillas y toldos nos protegen del sol. A la izquierda, tras la mesa que se me antoja es en la que nos sentaremos con Manuel, hay una pequeña barra de bebidas, y a su lado un carrito de helados de nuevo diseño. Un poco más adelante, una especie de baldaquino de estilo árabe, más sofás-cama con doseles y los baños.
Tras saludarnos con su habitual amabilidad, Manu nos conduce a los aseos. Sí, porque allí mismo se han rodado algunas escenas de la película Señor, dame paciencia, una de las más taquilleras del año. Desde luego, no le falta un detalle y el dueño se siente orgulloso con razón.
En efecto, nos sientan a los tres en la mesa VIP del señor de la casa, que no pierde detalle de nada y que acaba de indicarle a un camarero que a una familia que celebra un cumpleaños le sirva una botella de vino como regalo de la casa. Me cuenta que, no contento con el éxito de su negocio hostelero, ha reformado en la parte de atrás un par de apartamentos de estilo thai para alquilarlos. Se lo quitan de las manos. No me extraña. Es mi ídolo.
Nos han diseñado un menú para que probemos lo más típico del restaurante que, para pasar por un chiringuito, tiene una plantilla formada por 29 personas (ocho en cocina) que ya quisiera para sí cualquier local de postín.
En la carta de vinos están todos los tipos de la denominación de origen, entre los que no puede faltar un moscatel de Chipiona, de César Florido. Entre los nuestros, un Tierra Blanca Azul, un Dominio de Berzal y un verdejo seco que nos aconsejan, por lo que pedimos este último, de nombre Las Abogadas. A la postre resulta el más apropiado.
La carta ofrece todo tipo de estilos. Clásica, japonesa, mariscos, pescado fresco y frito, carnes, ensaladas, paellas, menús infantiles… Comenzamos por lo menos original, una ensaladilla de mariscos que es de los platos más demandados. No tiene mucho secreto, pero su resultado es impecable. Templada, señal de que está recién hecha, con unos langostinos de Sanlúcar a la altura de una gran ensaladilla. La recomiendo.
Tras la novatada inicial, Manu Martínez dio con un proveedor de absoluta confianza en Barbate. Con seguridad puedo decir que el atún rojo de La Manuela está a la altura del mejor restaurante de la zona. Esa certeza le lleva a presentarnos un tartar de atún rojo con trozos no más pequeños que un dado de Parchís. Al tomar contacto con los palillos se deshace el bloque, al que acompañan un poco de alga guacame, mayonesa con un toque de soja y una salsa de soja en la que introducimos un poco de wasabi para darle un toque picante. Plato redondo, de diez.
Le siguen unos nigiri. De atún rojo y de sardinilla. El primero está rico, pero no aporta nada nuevo a otros que he comido. Los de sardinilla en cambio, por originales y sabrosos, es de lo mejor que he tomado en sushi, en su variedad más popular y consumida. Muy recomendable. Espectacular también el carabinero a la plancha. Viene abierto en canal, y con la ayuda de una cucharilla vamos sacando una carne sabrosa y en su punto. El mar parece más próximo aún de lo que está.
Como guarnición, además de algo de verde, una croqueta de carabinero en forma de pelota con un potentísimo sabor a marisco. La bechamel está algo espesa, por ponerle un pero. Empero la decisión de ligar la harina con caldo de marisco en lugar de hacerlo con leche le da mucho más potencia a la fritura.
El plato estrella de la casa es el Arroz Prohibido. No cabe duda de que ya sólo el misterioso nombre llama la atención de los clientes. Es el más demandado. También conocido como venere, es un arroz integral de profundo color negro en crudo, que se vuelve de color púrpura una vez cocido. Se le conoce por arroz prohibido porque en otras épocas sólo lo podía comer en China el Emperador, y si alguien era descubierto robando se le castigaba con la pena de muerte. Su consumo estaba restringido en exclusiva a la familia imperial, al ser considerado fuente de juventud gracias a sus propiedades antioxidantes.
En apariencia es un arroz negro con puntillitas fritas, alioli, curry y un huevo frito. Pero no hay tinta de calamar ni sintética de por medio. El grano es negro. Manu guarda celosamente el nombre de su proveedor y presume de ser el único restaurante en España donde se cocina este plato. Necesita 50 minutos de cocción y tiene un sabor parecido al pistacho. Original y delicioso.
De postre, una gran copa con una cremosa y deliciosa mousse de limón y un cócter con un licor negro que no recuerdo si es un vodka o una ginebra especial, nos deja un gran sabor de boca. Por 25 ó 30 euros por persona, puede comer uno como un rey en un entorno privilegiado.
Saliendo del comedor, un cartel que reza “Avda. Bésame si me Quieres”, delante del que varias personas con sus sillas de playa toman el fresco, nos dice hasta otra, que sin duda no tardará. Sobre todo, me voy con la satisfacción y el orgullo de que a un gran amigo y compañero le vaya tan bien siendo como es y emprenda lo que emprenda.
Restaurante La Manuela Cocina y Copas. Calle Gaviotas, s/n. 11550 Chipiona (Cádiz). Abierto todos los días, de 12 a 17 y de 21 a 0.30. De 17 a 21 horas, café y copas. Teléfono para reservar: 650 38 62 02.
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