La década de los 2000 fue el momento álgido en el que las titulaciones universitarias empezaron a estar en pleno auge y en el que la mayoría de jóvenes querían enfocar su vida a algo relacionado con la ingeniería, la comunicación, la medicina o la economía. Algún romántico a las letras, las humanidades o las artes. Casi nadie a oficios tradicionales, no al menos con plena vocación y con afán de profesionalizar el sector. Era raro escuchar aquello de “Mamá, quiero ser pastelera”.
Chantal Amorós pasó primero por esa etapa, la de la titulación universitaria, pero tardó poco en reconducir su carrera y desmarcarse del terreno académico más institucional. Estudió turismo, pero cuando estaba terminando pronunció la célebre frase. “La generación de nuestras madres lo tuvo complicado para continuar en la universidad, aunque fueran buenas estudiantes no pudieron seguir en ese camino. Al final, eso deja un trauma y puede ser difícil aceptar que una hija no vaya a proseguir ese sueño anhelado”, explica Chantal.
"La hostelería está muy mal vista porque la gente no se formaba y socialmente sigue mal considerada"
“La hostelería está muy mal vista porque la gente no se formaba y socialmente sigue mal considerada. El propio director del centro de hostelería me dijo que si pensaba pasarme toda la vida haciendo pastelitos”, cuenta Chantal, orgullosa de invertir parte de su tiempo practicando técnicas en un pequeño horno en El Puerto de Santa María.
Con la convicción de que quería dedicarse a la pastelería, inició sus estudios en la Escuela Superior de Hostelería de Sevilla, en esta especialidad; y más tarde en la panadería madrileña 'Panic'. Estos conocimientos se mezclan con un continuo aprendizaje para descifrar la alquimia que esconden las masas y los fermentos, con una curiosidad casi innata por la gastronomía y sus procesos y con un criterio muy claro sobre lo que a ella le gusta de la hostelería. Con 25 años abrió una cafetería, la Chicha Yeyé, un proyecto muy difícil porque era “una niña en los dos sentidos”, pero perseveró para defender su idea, convencer a proveedores de su proyecto y explicar que no tenía un jefe, que ella era la cabeza y las manos detrás del negocio.
Es exigente y perfeccionista. Para amasar escucha El encuentro de Alizzz y Amaia o un podcast de Isa Calderón en 'Deforme semanal'. Para relajarse, no le pueden faltar vinos espumosos o un fino de Jerez. La vida en su campo de El Puerto la mantiene conectada a los granados o las higueras de su terreno, que prepara con quesos y encurtidos al sol.
"Me puedo sentar en una barra sola y pegarme allí toda la tarde simplemente viendo lo que pasa en el bar"
“Cuando mi madre se divorció tuvo que montar un bar para sacarnos adelante a mi hermana y a mí. Yo empecé a trabajar aquí y hacía los veranos y las tardes. Poco a poco me fui dando cuenta de que me gustaba mucho. Bueno, la verdad es que los bares me flipan, en términos generales. Me puedo sentar en una barra sola y pegarme allí toda la tarde simplemente viendo lo que pasa en el bar”. Estos fueron los principios de Chantal en este mundo. Más tarde, en la Escuela de Hostelería, vivió una experiencia parecida a un “campamento militar”, porque allí “los platos volaban cuando al jefe de cocina no le gustaba como estaban emplatados”.
En su caso, se cumple en parte aquello de “en casa de herrero cuchillo de palo”, y es que, a pesar de dedicarse a la pastelería, apenas come dulces y ha sido toda su vida más de salado. “Lo que me gusta más es la técnica, porque de ingredientes muy básicos, como son el azúcar, el huevo y la leche, puedes sacar cosas muy diferentes. Sin desmerecer a la cocina salada, un guiso se puede solucionar de varias maneras, pero un dulce hay que empezarlo y terminarlo como está estipulado”.
"Hago pastelería de abuela, de señora de su casa"
“Para mí, que soy una persona con un nivel de exigencia muy alto es muy frustrante cuando algo no me sale, pero yo trabajo con cosas muy tradicionales, de base americana o francesa, pero nada de vanguardia. Hago pastelería de abuela, de señora de su casa”, comenta entre risas. “Más de una vez han pensado que mis torrijas las hacía una vieja y no se creía que la vieja fuera yo”.
“Mi punto diferente está en volver al origen. La pastelería se ha prostituido mucho, la gente ya no utiliza limón, por ejemplo, le echa esencia de limón, por aquello de abaratar costes”. En este sentido, Chantal reivindica el tiempo lento de los procesos, tanto del producto como de las manos que lo trabajan: “He aprendido a respetar el producto y a enseñarle al cliente que la materia tiene tiempos de reposo. Yo también he aprendido a no compararme y a no hacer lo que todos hacen, la venta por la venta. Lo que yo hago, con mis medios y con la calidad que yo quiero, necesita tiempo”.
De una pieza de bollería o repostería busca que esté “equilibrada en sabores y texturas y que tenga sabores naturales” y la creación propia que le produce más orgullo es el “roscón de reyes”, y ahora también (y después de mucho trabajo) sus panes: “Es muy curioso porque cuando estuve en Panic me decían que el 80% de lo que estaba aprendiendo sobre masa madre y levaduras naturales no me iba a servir en El Puerto, porque no tenía nada que ver el levante o el poniente de aquí con el de Madrid. Cuando haces este tipo de productos estás expuesta a la evolución orgánica que decidan tomar”.
De momento, en su obrador son ya seis manos trabajando para que los productos salgan desde El Puerto a toda la Península. Prepara envíos especiales con ramilletes de flores, notas con dedicatorias y cajas especiales personalizadas. Un obrador, a veces moderno, a veces vintage, donde las masas tienen su mejor encuentro. Y no es casualidad.
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