Los sueños del Adriano Tercero están plasmados en un rincón gastronómico de la Ribera del Marisco. Una leyenda hostelera portuense rinde homenaje en su fachada a dos emblemas de la ciudad, al Vaporcito y al pintor “fuera de serie” Juan Lara. Frente a estos azulejos han comido generaciones de familias desde hace 74 años. El establecimiento que rebosa de historia lleva por nombre Casa Paco Ceballos, en honor al hombre que allá por 1946 fundó un bar que ya se ha ganado al público a base de esfuerzo familiar.
Francisco Rodríguez Ceballos, al que todos llamaban “el de la Ceballos”, se instaló en el local. “Como mi abuela se había quedado viuda, a sus hijos los llamaban los de la Ceballos”, señala José Ignacio Rodríguez Sánchez, hijo del fundador, al que también se le ha quedado el emblemático apellido. Con una copa de vino en mano, el hostelero de vocación se dispone a contar el legado de su padre.
El Levante campa a sus anchas por la terraza en la que Ignacio recuerda el arranque del negocio. “Se dedicó a la hostelería desde muy joven, igual que mi tío, que trabajaba como maitre en el hotel Loreto, donde iban los toreros a cambiarse, muy elegante con su smoking y sirviendo a las mil maravillas”, relata. En paralelo, su otro tío también regentaba restaurantes y kioskos, toda la familia tenía la vena hostelera.
A mediados de los 40, Paco sacó adelante una tasca, que había sido colmado en otro tiempo, en la que se reunían los marineros recién llegados al muelle. Por aquel entonces, estaba repleta de vinos de Quijano, de la viña del Caballo, muy famosa en la localidad. Sorbos embotellados que aún perduran en una vitrina del interior. Son reliquias del pasado bodeguero con etiquetas de Osborne o Cubillo que Ignacio observa junto a su hermano Baldomero Rodríguez, copropietario.
Pronto, la tasca se convirtió en un bar gracias a la iniciativa del empresario Salvador Figuereo que soñaba con montar un cocedero. “Se lo dijo a mi padre, él pondría el marisco y las tapas de pescado frito y nosotros las bebidas”, comenta. Y así fue, juntos le dieron un giro al negocio. Según el portuense, “el cocedero fue un boom” y pronto, llegó a sus platos la tapa que desde hace más de medio siglo se alzó como estandarte de la carta.
La pavía aterrizó con fuerza. “No era un invento nuestro, ya se hacían hace muchísimo tiempo”, aclara Ignacio. Pero algo tendrían de especial para que estos trozos de merluza rebosada alcanzaran un éxito sin precedentes. Comenzaron y nunca pararon. “Mi padre era un gran profesional, tenía noción de cocina y empezó a hacerlas”, dice sobre su progenitor, que también trabajó como maître en el lujoso restaurante de La Fuentecilla y en El Casinillo.
“Hemos llegado a vender 8.000 kilos de pavía en un año”
Por las manos de Paco pasaba las merluzas “de categoría” que por entonces venían enteras y había que filetear. “Llegó a limpiar hasta 300.000 kilos, hemos llegado a vender en un año 8.000 kilos de pavía”, explica su hijo entre recuerdos. En este establecimiento, las pavías son las estrellas que brillan en cada comanda.
El secreto está en el cariño con el que siempre se han preparado, y en la harina que, en un principio, provenía de la fábrica Gallo y, como cerraba en agosto –“no llegaba igual del tiempo que había estado envasada”- acabó viniendo de la fábrica de harinas El Vaporcito. Fue el mismo dueño, el que se la dio a probar a Ignacio. Ambos habían fundado el Club de Rugby Atlético Portuense en el que Ceballos había estado 4 años jugando antes de marchar a la mili. Desde entonces, unos 30 kilos de la harina elaborada en la fábrica del siglo XIX entran en la cocina del local cada semana.
El vaporcito sigue navegando en el mural y en la harina mientras Ignacio habla de negocios desaparecidos y otras batallas de la zona. En 1968, con 16 años, dejó los estudios y comenzó su andadura detrás de la barra. La esencia de la taberna sufrió una reforma que le dio otros aires, intactos en la actualidad. “La tasca era una monería, hoy en día hubiera sido una de las tascas que son un exitazo, los vinos se están poniendo de moda”, comenta el dueño, que le pasó la vez a su hermano Baldomero cuando se fue al servicio militar.
“Introdujimos los guisos de pescado que enseñaban los marineros”
A su vuelta, se hizo con otro negocio popular de La Galeras, el bar Liba Ceballos, ahora regentado por su sobrino, donde los veteranos que dirigían el vapor desayunaban antes de zarpar. Los hermanos Rodríguez siguieron su camino hasta que las mujeres revolucionaron la cocina de Casa Paco Ceballos. “Mi mujer y mi cuñada aprendieron a cocinar los guisos de pescado que enseñaban los marineros, raya en pimentón, un rape en pan frito, aquí se hacían muchos guisos antiguos”, explican.
Las especialidades se ampliaron y los chipirones en tinta o el bacalao en tomate tomó protagonismo entre las ortiguillas, los langostinos de Sanlúcar, las acedías, las pijotas y un surtido de pescado fresco que siempre ha caracterizado al lugar. “Lo único que congelábamos era la merluza, no había kilos en el día para todas las pavías que teníamos que poner”, añade Ignacio. La demanda era descomunal, “es una cosa que no podemos cambiar, hay que tenerlas siempre”.
La tapa, que en la actualidad puede pedirse troceada debido a su gran tamaño, no solo ha triunfado en El Puerto, sino que también ha conquistado tierras americanas. A Ignacio se le escapan las sonrisas cuando rescata anécdotas del cajón. “Venían hasta 30 americanos a las 12 de la noche a comer, uno de ellos era piloto de avión y resulta que su padre había estado aquí y le encantaban las pavías”, cuenta. Ni corto ni perezoso el militar le pidió a Ignacio si podía hacerle una a las 5 de la mañana. “Yo no se como llegaría, pero se la llevó”, ríe el hostelero. Que se jubiló el año pasado cuando estalló la pandemia junto a su hermano.
“Quería aguantar hasta la Virgen de Los Milagros – 8 de septiembre- pero viendo la situación, yo ya no tenía facultades para aguantar una mascarilla”. El 1 de julio de 2020 dijo adiós a su casa en la que llevaba más de 50 años sirviendo a comensales. “Una Virgen del Carmen estando en la playa de la Puntilla, se me cayeron dos lagrimones, había tanto que no iba a la playa, el verano era trabajar”, expresa aludiendo a esta profesión tan sacrificada que ha compartido con su familia.
Su hija Ana María y su sobrina Mercedes les dieron el relevo a los hermanos Rodríguez. La tercera generación con rostros femeninos tomó las riendas para continuar con la tradición. “Hace una semana mi hija se fue, había hecho cursos de cosmética y me dijo que quería trabajar de lo que había estudiado”, sostiene. Por tanto, Mercedes está al pie del cañón, aunque “seguimos pendientes del negocio”.
Baldomero e Ignacio se detienen frente a una fotografía. “Ese es mi padre con su gato Perico que bebía té con leche”, señalan. Delante de sus ojos, cuadros del colmado y una barra con amistades llenan de vida el histórico local. “Gracias a Dios estamos manteniendo los negocios familiares todavía, hasta que falte mi hermano o yo”, afirma Ignacio con la mirada clavada en su copa. No cree que haya una cuarta generación. “Lo que tenga que pasar pasará”. Huele a pavía recién hecha, esa a la que el chef Ángel León homenajeó en su inauguración en Molino de Mareas.