Hay historias e historias. Y esta que contamos es, sin duda, muy curiosa. Tiene amor y gastronomía de por medio y hasta tres súper capitales del mundo como escenario, hasta llegar a Jerez. Javier Salgado y Denesy Tapia Camousseight son chilenos. Se conocieron siendo unos niños en su ciudad de origen, Santiago de Chile. Formaban parte de una pandilla de amigos hasta que ambos se separaron por cuestiones de estudio. Él partió a Londres, para aprender cocina internacional en el Westminster College; ella, a España, para estudiar en una escuela de aviación.
Nunca perdieron el contacto a pesar de la distancia. Denesy solía visitarlo a la capital británica, pero como amigos, nada más. Allí Javier aprende técnicas de cocina de todo el mundo: italiana, francesa, española, mexicana, japonesa, china… Acaba sus estudios y trabaja para una cadena de restaurantes y luego para un catering. En Reino Unido estaría ocho largos años, pero siempre tuvo un sueño. Siendo un enamorado de la cocina italiana, su desafío era trabajar en Italia, donde “en menos de 200 kilómetros tienes hasta cuatro maneras de preparar un plato que además sabe completamente diferente”. Y qué mejor sitio para ello que Roma.
En la monumental y caótica capital trabaja dos años en el Margutta, un restaurante de comida vegetariana y vegana en pleno centro de la ciudad, además de suplir bajas y hacer refuerzos en hoteles de la exclusiva Via Veneto. Sin embargo, no deja de echar currículums. Un día recibe una llamada de la embajada canadiense. Necesitaban un chef para cubrir una baja por enfermedad. Gusta tanto su cocina que pronto, en el cerrado círculo diplomático de la capital italiana, corre la voz de que hay un chef chileno trabajando para Canadá que cocina a las mil maravillas.
La pareja, ante la terraza del restaurante.
La embajada Australiana es la más rápida y lo contrata. Allí pasa tres años. “Trabajar en un sitio así es una experiencia, porque tienes que adaptarte al paladar no solo del embajador del país, sino al de sus invitados, que suelen ser de todo el mundo. Pero suelen ser personas de mente abierta que les gusta probar otras cocinas y que se dejan aconsejar”. En una de esas recepciones, el embajador Israelí se prenda también con sus platos y le pide que cocine para su embajada en un par de eventos. Lo mismo pasaría con el de Nueva Zelanda, que lo reclama para otros tantos.
Mientras tanto, Denesy ya trabaja en aeropuertos españoles. Pasa por el de Oviedo, Ibiza… y Jerez. Sin embargo, no pierde el contacto con Javier. En uno de esos viajes a la capital romana, hablan. “¿Dejamos la amistad y damos un paso más?”. Ambos dijeron que sí. Pero quedaba por resolver otra cuestión fundamental. “O tú a Roma, o yo a Jerez”. Y al final, tras cinco años en la ciudad eterna, Javier acaba en la capital del sherry de manera definitiva, aunque explica que en algún viaje para visitar a Denesy ya la había conocido y, lo que es más importante, ya se había ido fijando en qué y cómo comemos por estos lares.
Así que, establecidos ambos en Jerez, Javier decide montar un restaurante con cocina internacional, un sitio en el que poder comer desde un fusilli italiano a una fajita mexicana, pasando por unos noodles chinos o una chorrillana chilena. Denesy abandona su trabajo y emprende junto a su pareja esta aventura en la hostelería. “Siempre me ha gustado la cocina, pero nunca había trabajado profesionalmente en ella”, afirma. Tras buscar varios sitios, se decantan por un local en la plaza de Nicaragua, en San Joaquín, que, explican, les recordó a una casa típica de la Toscana. Tras un profundo lavado de cara, en febrero de 2017 abre La Embajada, como guiño a esa aventura de Javier por tierras italianas. Desde entonces, han ido creando una clientela fiel, sobre todo familiar, en busca de nuevos platos y sabores. El boca a boca ha ido haciendo el resto y, hasta el momento, la pareja no tiene quejas.
Lo fundamental, explica el chef, es que aquí todo es casero, desde las masas de las pizzas, que elaboran frescas a diario, a la carne de su hamburguesa, terminando por sus postres. Y eso que Javier ha estado solo en cocina hasta hace unas semanas, cuando ha empezado a trabajar un alumno en prácticas con ellos. Pero él está acostumbrado a lidiar en grandes restaurantes donde a cada hora llegan decenas y decenas de clientes. “Lo fundamental es la organización y la preparación. No hay más”, señala.
En su carta, amplia, encontramos ensaladas, pastas, pizzas, rissotos, fajitas, noodles, arroz cantonés, hamburguesa, bruschettas (tostas de pan) y, como no, platos de la gastronomía chilena. Desde la sopaipilla (tortita de calabaza servida con salsa pebre), al pastel de choclo (maíz) con carne de ternera picada, pollo, huevo duro y aceitunas; pasando por la chorrillana —muy típico de los bares del puerto chileno de Valparaíso—, que son patatas fritas cubiertas con cebolla, chorizo, lomo y huevo frito; y terminando con una empanada de pino (carne de ternera cocinada con cebolla, huevo duro y aceitunas). “La cocina chilena, a pesar de ser muy variada, es poco conocida. Tenemos un gran marisco y eso tampoco lo sabe apenas la gente. En general, Chile está muy mal vendido desde el punto de vista turístico”, lamenta el chef.
Tras un año en Jerez, y a pesar de la descomunal diferencia que existe con respecto a Londres o Roma, Javier no las echa de menos. “Lo caótico ya no me hace falta. El ritmo aquí es más tranquilo y la gente más amistosa. Me llama la atención que puedes parar a una persona en la calle para preguntarle por una dirección y acabas cinco minutos hablando con ella y contándole tu vida. Prefiero eso a que te digan que no tienen tiempo para atenderte”.
La Embajada, (plaza de Nicaragua, 7, en la barriada de San Joaquín) abre en verano de martes a domingos, de 11 a 15:30 horas y de 19:30 a cierre. Teléfono 620 104 799
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