Hoy voy a tirar de muchos recuerdos. Empezando por este título vintage sacado directamente de aquel programa mítico que fue La Bola de Cristal, que animaba a los niños de la época a leer con su “éste lee, éste no lee” y con la imagen de un rebaño de ovejas que no leían y a las que debíamos intentar no parecernos. Voy a tirar del recuerdo de muchos libros. Libros que evocan no sólo los ratos de lectura sino que también recuerdan momentos, un regalo, una persona, una librería, una ciudad… Los libros son mágicos los mires por donde los mires.
Crecí rodeada de libros. Mi padre tenía el impulso de llenar la casa de libros que no siempre leía. Pero ahí estaban como una tentación. Si intento recordar los primeros libros míos de los que tengo recuerdos nítidos, me vienen a la cabeza esos cuentos en los que en la portada aparecía el personaje protagonista (Cristina la enfermera, Antonio el bombero, María la veterinaria) con pelo de “verdad” y dando forma con su silueta a todas las hojas del libro. Esos y un libro de los payasos de la tele que en un aciago día llevé al colegio, y digo aciago porque el pobre libro nunca volvió a ser el mismo. Creo que todavía me dura el disgusto de verle las “tripas” a través del canto arrancado. Es bonito comprobar que algunos recuerdos de mi primera infancia (la primera, primera) están asociados a libros.
Con ocho años me regalaron un libro de cuentos de Oscar Wilde, los cuentos más tristes de la historia. El ruiseñor y la rosa, El Príncipe Feliz, El niño estrella, El gigante egoísta… Pese al riesgo de trauma de por vida y depresión transitoria, se convirtió en mi libro favorito y durante una época lo leía en bucle cada noche y cada mañana de domingo que me quedaba un ratito en la cama. Muchos años después el libro volvió a mí, uno de mis hijos lo había rescatado de casa de los abuelos. Y de la lectura nocturna y en voz alta de aquellos cuentos volvieron a surgir momentos mágicos. Aclaro que a día de hoy los niños tampoco parecen arrastrar secuelas negativas de la lectura de los dramones de mister Wilde y asocian estos cuentos a momentos felices de lectura en familia.
Todos hemos tenido un tío, un amigo de tus padres, un compañero de clase que te regalaba libros cuando tú lo último que querías era un libro. En mi caso eran unos amigos de mis padres que consideraron que nueve años era buena edad para que los juguetes de Reyes fueran sustituidos por los libros de Reyes. Esto me disgustó mucho más que cualquiera de las historias tristes de Óscar Wilde, pero a día de hoy todavía recuerdo la emoción de querer seguir avanzando en la historia de La pequeña Dorrit, uno de los libros que ellos me regalaron un 6 de enero en una colección de adaptaciones de Dickens. A lo mejor tanto historia desgarradora (aunque algunas con final feliz) es lo que me bloqueó, por aquellos años, para leer Platero y yo ante la insistencia de mi padre. ¡A lo mejor necesitaba un libro de chistes con un poquito menos de carga emocional! Platero se me atragantó y luego cuando unos años más tarde le di otra oportunidad se convirtió en uno de mis libros favoritos. Con Platero aprendí que los libros tienen que llegar en el momento justo o en la compañía adecuada y que hay segundas lecturas que son gloriosas.
Luego vinieron la poesía, el teatro, los clásicos, de la mano de una buena maestra que me enseñó mucha literatura y de un padre que tenía siempre el Romancero Gitano de Lorca y algún otro libro de poesía sobre la mesilla de noche. Siempre a mano, por si acaso. Hay cosas que uno incorpora a su vida sin darse cuenta, yo también tengo libros de poesía cerca de la cama, por si acaso.
He tenido años de sequía lectora y años en que devoraba libros en viajes en tren. Y los últimos años han sido de muchos descubrimientos y de volver a disfrutar de otros libros y otras lecturas gracias a tener niños en casa. Me gusta ver la casa llena de libros, disfrutar de esos libros, que estén ahí tentándonos y haber conseguido que los niños no sólo no los vean como el regalo rollazo (como me pasaba a mí de niña) sino que los pidan como regalo porque saben que les van a gustar.
Me encantaría que mis hijos el día de mañana tuvieran muchos recuerdos de su infancia asociados a los libros y a la lectura. Que recuerden las lecturas nocturnas en voz alta. Un momento en el que sin querer están imaginando, elaborando mundos mentales, activando la inteligencia simbólica, que dicen los expertos es la dimensión más lúdica, intuitiva y creadora de la inteligencia. Un momento en el que están aprendiendo a entonar, a expresarse, a comunicarse y manejar el lenguaje verbal. Un momento en el que están aprendiendo a escuchar. Y sobre todo, un momento íntimo familiar creando vínculos afectivos alrededor de un libro, un momento de compartir que tiene mucha más relevancia de la que creemos en la autoestima de los pequeños. Porque todo se para y estamos dedicados a ellos.
Me encantaría que recordasen también las lecturas en silencio, esos momentos de soledad con un libro, emocionándose, viviendo vidas que no son las suyas (¿o sí?), familiarizándose con el lenguaje escrito y aprendiendo más ortografía y vocabulario que en cualquier libro de lengua.
Y ya como íntima satisfacción, me gustaría que recordasen que en casa tenían acceso a libros 'buenos'. Que sus padres estuvieron acertados en sus recomendaciones, que fuimos estímulo y no imposición y que le dieron la oportunidad de ir adquiriendo una cultura literaria fundamental para el desarrollo de una sensibilidad estética y de ese bagaje emocional que le acompaña a uno toda la vida. Que hubo días que se durmieron escuchando poesías, las que hablaban de como dibujar a una bruja, de nanas y cebollas y de moscas golosas y veraniegas. Que descubrieron los libros de Roal Dahl, de Gianni Rodari o de Adela Turin con 30 años menos que lo hicieron sus padres porque esos libros los miraban desde nuestras estanterías. Y ahora que ya hemos hecho algún camino al andar, ahí seguimos para enseñarles que a Caperucita se la puede encontrar uno en el bosque, pero también en Manhattan.
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