Lo sabe todo el mundo y no solo en Los Palacios y Villafranca, sino en la comarca: está el Burger Rub y, luego, todas las demás opciones, incluidas franquicias tipo Burger King. Porque comer en el Rub no es exactamente optar por la comida rápida, sino disimular la comida casera y de calidad en el formato de la comida rápida americana, que aquí nunca ha sido exactamente lo mismo. Comer pollo, ternera, queso, jamón, verduras, pescado, patatas, tortillas, mieles y panes y aceites de auténtico sabor no forma parte del repertorio refrito de Las Vegas, aunque aquí se haya aprovechado la sonoridad peliculera de sus nombres, sino de ese nutritivo catálogo de la dieta mediterránea que a los miles de clientes de este establecimiento hostelero les hace comer tan bien como en cualquier restaurante a precio de burguer.
No hay más que ver las largas colas que se forman los fines de semana en su terraza para interpretar por qué la gente espera paciente aunque quede sitio en otros establecimientos de la localidad. Y eso que, mientras tanto, la docena larga de repartidores propios no da abasto durante cuatro horas diarias porque, si este burguer local es capaz de facturar bastante más de 100.000 euros mensuales, la mayoría lo consigue gracias al reparto a domicilio que ha sido siempre su seña de identidad, mucho antes de que se pusiera de moda el delivery.
Sí, el caso del Burger Rub da para un estudio profundo, para una comprometida tesis doctoral que no solo aborde lo gastronómico, sino también lo estético, lo económico, lo psicológico, lo social y esa magia para transformar la sana comida casera en un formato atractivo para todos los públicos. Es verdad que el secreto está en sus salsas, especialmente en la Nevada, que no solo debe escribirse con mayúsculas porque sea un nombre propio, sino porque el cliente del Rub la ha consagrado como fórmula secreta transversal a todas las creaciones que han ido jalonando la historia de 40 años de este negocio hostelero familiar surgido del ingenio de Diego Pérez, su propietario. Pero también es cierto que a los secretos de estos sabores únicos se han ido añadiendo otras idiosincrasias latentes que no han hecho sino que el negocio haya ido a más desde que Diego lo abrió el primer lunes de septiembre de 1984.
“Aquí no hay diferencia entre clases sociales ni tampoco hay un público o una edad definidos entre la clientela”, explica Diego, orgulloso de que, con solo otear las mesas, puedan verse parejas de novios, parejas de ancianos, familias completas desde los abuelos hasta los nietos, pandillas de adolescentes o ejecutivos que vuelven del trabajo. “Lo primero que hizo Jesús Navas el otro día cuando marcó el gol del Sevilla fue venirse aquí a comer con su familia”, añade, antes de que su hijo, Rubén, explique precisamente que entre los comensales habituales puede verse a las otras estrellas del fútbol español, oriundos de este pueblo, Fabián o Gavi, junto a cualquier vecino nada sorprendido ni de codearse con estos magos del balón ni de que estos magos elijan el Rub como destino gastronómico para cualquier celebración.
Las colas, desde el principio
Pudiera parecer que las colas de deseo que se conforman cada día –excepto martes y miércoles, que cierra- en este burguer palaciego son consecuencia de su última reforma, la que dio de sí, en plena pandemia del Covid, para un establecimiento estilizado al máximo después de que sus dueños amalgamasen en un local muchísimo más grande y en esquina el minimalismo estético europeo con la funcionalidad de los negocios americanos que nunca renunciaron al sabor de la cultura pop. Pero no, porque las colas han perseguido al Rub desde que Diego inauguró aquel primer local minúsculo de apenas quince metros cuadrados en el que los comensales de las cuatro mesitas charlaban, sin levantarse, con la cocinera que no se separaba de la plancha, tras la barra, por falta de espacio. Cuatro décadas después, a Diego se le ilumina aún la sonrisa al recordar aquella primera noche. “Yo sabía que iban a venir mis cuñados, algunos amigos y vecinos, qué sé yo, y mi mujer y yo teníamos contados los panes, el jamón de york, la lechuga, las hamburguesas… Pero cuando abrimos las puertas y vimos que la cola llegaba a lo de Moguer [como a cien metros], a mí me iba a dar algo”, cuenta. “Inmediatamente hice que la familia trajera más de todo porque lo que habíamos preparado era una ridiculez para la gente, que no paraba de llegar”. Pues así hasta hoy, podría añadir.
“Todavía hay amigos que descubren a estas alturas que el burguer se llama Rub por Rubén”, dice ahora su hijo, que tenía solo dos añitos cuando aquella inauguración de escasos recursos. A Diego lo habían destinado a cocinas durante el servicio militar y “allí me entró el gusanillo de las recetas porque a mí me encantaba”, recuerda él, que volvió de Irún olvidado de las armas y con el sabor de los pinchos vascos en la memoria. En pocos años, no solo montó el pequeño Burger Rub, sino tres negocios hosteleros más, aunque todo se recondujo hacia aquella hamburguesería distinta que dividió a sus paisanos entre apocalípticos e integrados, porque mucha gente acogió la nueva propuesta gastronómica con el paladar abierto, pero otra mucha “preguntaba qué era aquello de un burguer”. Era 1984 y el poeta Rafael Alberti acababa de inaugurar la placa de la calle que todavía hoy, enfrente del Rub, lleva su nombre. Otros tiempos en que, salvo en la Rota de los americanos, no se estilaban estas formas de consumo y relaciones sociales.
Un negocio familiar y 64 trabajadores
El Rub, por su hijo Rubén, es hoy –siempre lo ha sido- un próspero negocio basado en la comunicación familiar. “Cada nueva propuesta la debatimos en casa, la hacemos y rehacemos, la probamos, comprobamos qué tal queda después del transporte y, solamente si todos coincidimos en que su gama de sabores es excelente, entra en carta”. Cuando Rubén se refiere a su casa piensa en su padre, en su madre y en su hermana, Esperanza, fotógrafa profesional que después de haber trabajado incluso para la marca Carolina Herrera ha preferido centrarse en su negocio familiar no solo aportando instantáneas que decoran, en analógico y en digital, el establecimiento, sino convirtiéndose en la jefa de recursos humanos. “No es fácil”, reconoce su padre pensando en esto último, “porque hace falta mucha profesionalidad y mucha mano izquierda para gestionar el trabajo de 64 empleados”. Es curioso que la inmensa mayoría de quienes se presentan a trabajar en cocina sean mujeres. “Los repartidores sí son chicos”, dice Diego, que reconoce que esta organización entre géneros se ha producido siempre de forma natural, “no porque nosotros hayamos pedido ni una cosa ni la otra”.
El Burger Rub ha sido siempre tan próspero que, en la época de la crisis financiera de 2008, se convirtió, literalmente, en el negocio que más facturaba en un municipio de casi 40.000 habitantes. “Nuestro récord de pedidos en un sábado cualquiera es de 383”, cuenta Diego, aunque cualquier jornada se superan los 200 repartos a domicilio. No en vano las cocinas están perfectamente organizadas en equipos de tres chicas –más de veinte en cualquier jornada- que se comunican entre sí –las que cocinan para la calle y las que lo hacen para el propio burguer, todo en directo- y también con la coordinadora de los doce repartidores y las cinco compañeras que atienden al teléfono. La cadena de trabajo es de una perfección tan oriental que ni siquiera pierde belleza.
Rubén es diseñador profesional y, al margen de otros proyectos, ha dejado su huella, su espíritu y su obra en la confección del Rub tal y como hoy se conoce. “Desde siempre me ha hechizado tanto la gastronomía como el diseño gráfico y aquí encontré la manera perfecta de combinarlos”, dice, y añade: “Hace falta mucha creatividad para ambas cosas, así que me siento en mi salsa”. Sobre el primer equipo de la cocina, visible por la clientela, puede leerse un eslogan de pura creatividad que dice precisamente “Nosotras somos las salsas”. Y eso se nota incluso en las reseñas en internet, en las que los clientes valoran el trato de estas chicas –la mayoría muy jóvenes- que han encontrado una sabrosa forma de contribuir al pago de sus estudios, pues hay muchas que son universitarias. Las salsas, en sentido estricto, también forman una familia en torno a la reina de todas ellas, la Nevada. Aparte de la mayonesa, están la salsa Volcán, la Barbacoa, la Valyria, la Curry, la de miel y mostaza, la Cachini y la Rubia. Todas suelen llevarse bien, como hermanas.
De los “moñis” a las “gondolitas”
El Rub ha sido desde el principio no solo un laboratorio del sabor, sino también un taller lingüístico en el que los conceptos importantes han partido de lo más cercano, desde la primera ocurrencia de llamar al negocio con la abreviatura del nombre del niño. Uno de los sándwiches más castizos de la casa se bautizó con el nombre de moñi. También “moñi” –uno de los sándwiches más simples- es abreviatura de “moñiguero”, la forma vulgar en que derivó el gentilicio boñiguero, de boñiga, el excremento de las vacas que tanto abundaron durante siglos en este pueblo del Bajo Guadalquivir tan centrado en la ganadería. A los palaciegos, popularmente, se les conoce también como moñigueros. “En otra ocasión fuimos a un viaje a Venecia y allí se me ocurrió lo de las gondolitas”, dice risueño Diego, entre orgulloso y ofuscado por que otros establecimientos le hayan plagiado el nombre a esa especie de media baguette sazonada con bacon, queso, cebolla y salsa nevada, como es el caso de la gondolita Carbonara; o con salmón ahumado, nueces, salsa de tomate, roquefort, cebolla caramelizada y salsa navada, en el caso de la Donatella. La carta del Rub también ofrece gondolitas con otros nombres, sabores y texturas, como la Carmen, la Extremeña o la del Monte, con atún, rodajas de tomate, carne mechada o filetes de pollo entre sus exquisitos ingredientes.
Entre la variedad de baguettes, también se nota la esencia casera, desde el célebre Ave (pollo desmenuzado, lechuga y mayonesa) hasta el Especial, una transposición del clásico sándwich especial del Rub de toda la vida, con dos pisos de pollo, tomate, huevo, jamón cocido, lechuga y mayonesa. Otros baguettes son el Suizo, el Jackson (con tiras de pollo, cebolla caramelizada, queso, lechuga y salsa rubia) o el Serranito. Más allá de los perritos calientes clásicos, el Rub ofrece variedades como el Wonder (con pepinillo caramelizado, queso Cheddar, kétchup y mostaza) y el Zeppelin (con queso de cabra, albahaca y salsa barbacoa). Aunque las hamburguesas en sí no le vayan a la zaga a ninguna otra propuesta por la calidad de sus ingredientes. La llamada Toscana (una de las vendidas) lleva carne de buey, bacon, queso, cebolla caramelizada y, por supuesto, salsa nevada. La Smash Rub lleva fina carne de Angus, mayonesa soja rub, cebolla, bacon, doble cheddar, salsa Cachini, kétchup y mostaza, pepenillo caramelizado, siracha y brioche marcado. Y esa maravilla tan demandada, por ejemplo, solo cuesta 7,90 euros. “Es que cualquiera de nuestras propuestas te las encuentras en Sevilla capital por el doble o casi el triple de precio”, aseguran Diego y Rubén. Entre las hamburguesas más elaboradas están la Montecarlo (con carne black angus, bacon, mayonesa de soja, aceite de trufa, quesos bio y parmesano, todo en pan brioche) o la Toscana Supreme, que lleva doble carne de ternera madurada smasheada, doble cheddar ahumado, salsa Cachini, bacon al licor 43, nevada, cebolla caramelizada, salsa barbacoa y siracha.
La carta del Rub, en fin, es tan amplia (y tan ampliable, porque la creatividad no cesa) que entre sus panes Golden se puede encontrar uno como el Serrano, con filete de pollo, jamón crujiente, pimiento, roquefort, salsa nevada y tabasco u otro como el Donosti, con gulas, huevo frito, bacon crujiente y piquillo caramelizado. “Nunca paramos de innovar y de estar atentos a los gustos de la clientela”, asegura Diego, que observa orgulloso cómo el Rub pasa de estar vacío a las 21.00 horas a estar absolutamente lleno un jueves cualquiera y apenas media hora después.
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