La parte vieja y eterna de Tarifa empieza en una puerta y acaba a pie de puerto. En ese entorno final, tras recorrer cuesta abajo el hermoso rompecabezas de callejones blancos y estrechos, está La Casona.
Frente al acceso y los muelles, el perfil imponente de África. Siempre sigue con la mirada, como los retratos antiguos en las películas. Apenas a cien metros, a dos esquinas, el restaurante ocupa una discreta segunda línea, en un barrio de construcción reciente. El agua salada no se ve pero se huele y se saborea. La Sierra del Retín queda lejos pero llega lo mejor.

En territorio marinero, como es casi toda la provincia, resulta infrecuente que un local ofrezca a la misma altura mar y campo, madre tierra y padre océano, carne y pescado. Con el mismo criterio de selección, con similar trato, con idéntico atractivo. Difícil dar con mesas así. Un término italiano permite resumir el inusual prodigio: maremonti.
La Casona abrió en 2014 en pleno centro histórico, en la calle Pedro Cortés. Ya triunfó. En mitad del terrorífico 2020 se trasladó a su nuevo emplazamiento, más tranquilo. Como el flautista de Hamelin se llevó detrás a clientes, vecinos, visitantes y comentarios halagadores en redes, guías o páginas web.

Todos siguieron el rastro del aroma hasta el nuevo local, claro y esquemático, con una terraza longitudinal llena de sombra y sosiego. En una acera anchísima. Los hermanos Fernando, Juan Javier y Eugenio Santos supieron meter en una caja de la mudanza lo mejor del lugar original. El último dirige la cocina con el compromiso y el tiento que sólo puede tener un implicado directo.
Bbienaventurados los que sean atendidos por Ainara Llanos. Despliega en sala y terraza una fuerza telúrica, un nervio sereno, sin perder ocasión de sonreír y colaborar con el comensal. Es la encarnación de un restaurante entre formal y relajado, entre la excelencia y el vicio.


La tosta de atún anuncia el festival que se aproxima en forma de platos o raciones. Sobre un pan brioche terso, nada empalagoso, con aceite de trufa, huevo de codorniz y ralladura de choco blanco. El sashimi de atún ratifica la pericia en el manejo, el mínimo imprescindible, del rey rojo, el mejor pescado azul del Sur infinito. Sin necesidad de fuego. Es de Herpac.
Oriente y occidente al dente
Los juegos con la cocina asiática, sin purismos y felizmente versionada al gusto local, siguen con los langostinos en tempura, de crujido musical y fritura prudente. Hay más versiones de rebozados y pastas llenas de carne de mar o montaña. Todas las probadas, como mínimo, muy recomendables.
A estas presentaciones, aniponadas, marinadas y logradas, se añaden las propuestas clásicas. Desde un calamar de potera a lo que el mercado, el puerto vecino, haya traido ese día. El mueble expositor reluce. Surtido y exuberancia llaman la atención.

Es fácil imaginar al profesor Jacques Cousteau con su gorro de lana roja y la nariz pegada al cristal. Como un niño antiguo en una pastelería de antes. "Tenemos siempre pescado de Tarifa", dice Fernando Santos con sencillez y orgullo. No hay más preguntas, señoría.
Aquí empiezan los problemas. Aparece la carne y, con ella, las dudas. Qué pedir la próxima vez. Por dónde tirar. Resulta imposible deshacer el empate entre vacas playeras y peces atlánticos. Es un primer premio exaequo. Ecuación sin resolver. Aquí nada tienen que decir los algoritmos ni la inteligencia artificial. Es todo sensualidad natural. Toca dejarse llevar.

El tataki de solomillo ibérico con aguacate ganó la I Ruta del Ibérico de Tarifa. Al probarlo es fácil entender al jurado. La carne color Barbie con un leve marcado, casi pintado, que casa como un cura bueno con la suave crema vegetal de moda. Las gyozas de carrillada ibérica con crema de payoyo funden lo mejor de lo que nombra: cocción exacta en la masa, contenido sabroso y aromático toque serrano.
El taco de solomillo, toda la ternera es retinta, marca la cumbre de la experiencia. Al fotógrafo se le escapa una lágrima. Explica más que cualquier párrafo. Viene con sus patatas. Qué bien fritas. En los pequeños detalles están el demonio y los santos. De ahí la teoría que fija croquetas o ensaladilla como baremo de cualquier bar. Aquí también funciona pero con las papas.

El definitivo bloque de carne confirma las expectativas. Parece abrise sola, de tierna, con sólo ver el cuchillo venir. Intimida el cubierto, también. Parece una espada de Juego de Tronos. Made in Brazil, pone en la hoja del bicho metálico. La bodega, metal y cristal, luce más de 40 referencias y hasta el pan, "macho, típico de la zona", está a la altura. Moreno y denso como los mejores alemanes.
El secreto está en la brasa
Cuando se pregunta por el punto exacto de cada preparación, por el aroma que respeta la blancura, la textura, de cada pescado o el rojerío lujurioso de cada carne, aparece el secreto. Un horno de carbón con áreas específicas y un sistema de cobertura que proporciona el ahumado exacto, casi imperceptible pero memorable, en cada bocado de carne o de pescado.
Habrá que volver para salir de dudas. Las veces que haga falta. Así no se puede quedar nadie. Habrá que resolver. Por pura curiosidad gastronómica y científica.