"Lo que viví en La Asunción con mi abuela creó un vínculo tan grande entre la cocina y yo, que supe que la gastronomía nunca se iba a apartar de mí", relata el chef jerezano Manuel Valencia, antes de agregar con dureza: "La cocina me ha arruinado". Aceptó el fracaso hace ya años, pero lo tiene presente como si le acompañase en su día a día. Él, que ante la élite de la gastronomía española llegó a impartir en San Sebastián una master class mientras Martín Berasategui le ayudaba a emplatar, afirma modesto que nunca ha llegado a ser famoso. Empezó a ganar reconocimiento en 2004. Sin embargo, un año después, apostó fuerte y lo perdió todo. Desde entonces, desde que cerrara La Andana en 2012, tiene miedo al fracaso. "La cocina me ha dado muchos problemas...", expresa sin pronunciar verbalmente un punto y final en la frase. No quiere cerrarla, le falta algo. "Y muchas alegrías", remata.
Manuel Valencia Lazo (Jerez, 1958), de familia gitana, es el mayor de cinco hermanos. Se cría en la calle de Los Reyes, en el barrio de La Asunción, con sus abuelos. "Arriba vivía Tío Gregorio El Borrico", comenta. A los pocos años, cuando cumple cuatro, sus padres se independizan y se mudan a una casa de vecinos de la calle Nueva. Cuenta que él fue el único que nace en La Asunción, ya que sus hermanos Juan Diego y Felipe lo hicieron en Santiago y su hermana Manuela, la pequeña, en La Guita. Si bien Santiago es su segunda casa, Manuel crece en el barrio donde vino al mundo. "Ese era el centro de reunión no solo de mi familia, sino de todos los nietos, tíos… allí siempre había alguien. Esa fue mi niñez". No obstante, su pasión por la cocina nace en la calle Nueva, gracias a las catorce ollas que todos los mediodías desprendían olores "fantásticos" desde la cocina común que tenía aquella casa de vecinos. "Catorce ollas funcionando para darle de comer a las catorce familias que allí convivían", describe. "Eso fue lo que a mí me embriagó, lo que produjo mi interés gastronómico", añade.
"Mi abuela 'Pontoca' era una bendición del cielo. Tenía duende cocinando"
"Tuve la suerte de tener a mi madre Juana, que cocinaba muy bien, como mi tía Antonia. Pero la que bordaba todo era mi abuela Antonia, la Pontoca, que era una bendición del cielo". Manuel dice que a diario, ya casi adolescente, cogía un taburete y se colocaba cerca del hornillo de carbón de su abuela para, con lápiz y libreta, tomar nota de todos los pasos que daba. "Recuerdo a mi abuela levantarse a las siete de la mañana para poner unas lentejas a las dos de la tarde", rememora. "Me sentaba a ver cómo hacía el puchero y antes de servirle a nadie me daba un vaso de caldo porque su puchero era fascinante. No sé cómo era capaz de fabricar esos aromas. Mi abuela tenía duende cocinando", expresa. Él curioseaba y merodeaba por la cocina mientras ella echaba las verduras al cazo. "Eso de que un niño le fuera preguntando a su abuela cómo se cocinaba tal cosa en aquella época era muy raro", apunta. Pero dice que la Pontoca tenía un don, una sensibilidad especial que le hacía pensar diferente a los demás. "Ella era súper inteligente aunque no lo pudiera demostrar. En aquellos años —la década de los 60— una mujer inteligente lo tenía difícil, pero mi abuela estaba por encima de todos los prejuicios del mundo", apostilla.
Manuel empieza a moverse entre fogones en una cocina minúscula usando cacerolas, cuchillos y un pequeño hornillo que trae de su casa. Cada vez empieza a venderse menos jamón y menos queso porque la gente disfruta muchísimo de sus platos. Prepara cazón con tomate, menudo, corvina con chícharos... cocina tradicional. Y entre todos sus platos destaca su pollo con almendras, una de las primeras recetas que Manuel hace suya. A raíz de la gran aceptación que tiene su comida, se atreve con recetas más sofisticadas. Doce años más tarde, su jefe se jubila y le traspasa La Andana. Es 1995 y decide agrandarla y colocar dos fuegos y un microondas. Y así, poco a poco y a través del boca a boca, empieza a sonar no solo en Jerez, también más allá de Despeñaperros.
Incansable, "inconformista", como él mismo se define, nunca deja de estudiar, de hojear libros de cocina y de querer mejorar sus platos. Con ganas de aprender, viaja hasta Madrid para asistir al primer seminario de gastronomía de España en 1997. Allí se topa con un tal Ferrán Adriá —que en aquella época pasaba desapercibido para el gran público—, con Juan Mari Arzak, para Manuel, uno de los grandes autores de la cocina; grandes de la repostería como Francisco Torreblanca, además de escuelas de cocina de prestigio como Le Cordon Bleu. "Ahí es cuando me doy cuenta de que lo que yo estaba haciendo en La Andana no tenía ninguna importancia", confiesa. "Cuando vi a Ferrán Adriá con biberones o a los otros emplatando, un bacalao con tomate no tiene importancia. Eso lo hacen 40.000”, enlaza. Dice que el certamen le abre los ojos, las expectativas y un mundo gastronómico inmenso y sacrificado por conocer.
No obstante, Manuel, y él mismo es consciente de ello, nunca se llega a sentir realizado con lo que presenta en sus platos. Es por ello que quiere ir más allá, dar un paso más porque se siente pequeño entre los demás chefs, aquellos con los que comparte encimera y cuchillos en el congreso Lo mejor de la gastronomía, en 2004. Manuel Valencia participa junto a Ferrán Adriá, Martín Berasategui o Michel Bras y logra formar parte de un elenco de cocineros de alta categoría gracias a Rafael García Santos, crítico gastronómico y responsable de este congreso que se celebraba en San Sebastián. De García Santos, que cada vez que paraba por Jerez se presentaba en La Andana, recuerda Manuel que llegó a decirle que era "el único cocinero gitano del mundo que hacía alta cocina".
Durante su actuación en aquel congreso, Manuel tenía que presentar recetas en las que apareciera el vinagre de Jerez. “Eran los tres platos más sencillos del mundo”, espeta como siempre, con modestia. El primero era una ensalada de lechuga con tomate, apio y morrillo de atún. Así, tal cual, parece que describe una ensalada cualquiera, pero no: “La lechuga era una gelatina, la convertía en cilindro y se veían sus tres colores, el aceite emulsionado, el agua y el verde esmeralda de la propia lechuga”. Una elaboración que Manuel se inventa al licuar este producto, proceso que nunca antes se había hecho en las cocinas a finales del siglo XX. “Me obligué a no poner nunca lechuga en La Andana, pero me dije que si alguna vez la ponía, sería gelificada”.
"A lo que sí le tengo mucho miedo es al fracaso otra vez. Con mi edad no me lo puedo permitir"
Manuel se deja llevar por los consejos de varios críticos que le aseguran que si monta algo de más categoría, el éxito y el reconocimiento de su cocina llegarían solos. "Creían bastante en lo que yo hacía. Eso fue lo que me hizo comprar una parcela. Y a raíz de ahí vinieron mis problemas". Manuel cierra La Andana en 2004 y la traspasa para invertir en su nuevo proyecto. Su idea era ambiciosa, quería hacer un catering, formar a nuevos chefs y camareros... Sin embargo, y a pesar de la gran inversión, la lenta burocracia ralentiza las obras nada menos que ocho años. No culmina su proyecto, pero termina abriendo el restaurante a costa de créditos, subvenciones… “¡Lo voy a abrir con los dientes!”, repite una y otra vez. Era diciembre de 2010, pero la aventura dura hasta marzo de 2012. ¿Qué pasó? “La gente no venía, no había dinero".
Mientras esperaba la inauguración de su 'palacio', trabaja como asesor gastronómico y jefe de cocina en hoteles y catering de la provincia, e incluso publica su libro La cocina gitana de Jerez en 2007. Ahora, por necesidad, después de su ruina, su "derrumbe", como él tanto enfatiza, se ha visto obligado a hacer las maletas a sus 58 años. Vuelve a viajar, pero esta vez no compra billete de vuelta. Manuel viaja solo a Escocia para trabajar, como mínimo durante nueve meses, en un restaurante de un jerezano ubicado en un pequeño pueblo llamado Onich. "Y es que tengo la obligación de morirme cocinando".