Leyenda metida en pan con fecha y lugar de nacimiento
Hay leyendas que van de mano en mano. La gastronomía de Cádiz también tiene las suyas. Una de las menores y mejores es el dobladillo. Cuesta encontrar a una lugareña, a un visitante asiduo, con más de 40 años que no diga: "Mi padre me llevaba a la Punta de San Felipe a comerlos". Pocos platillos tienen lugar de nacimiento tan exacto y exótico (el pantalán que cierra el puerto de Cádiz por el Noroeste) ni fecha de estreno concreta. En 1977, según todas las versiones, se produjo el primer avistamiento sin catalejo, allí, en el Bar Manolo.
Es su lugar de nacimiento. Es el único mostrador en varias millas, náuticas y terrestres, a la redonda. Cantina mágica, paraje salvaje. Ese último punto del extenso brazo de mar es nido de pescadores solitarios, prácticas de conductores noveles y solaz de familias domingueras. De noche, refugio de amantes furtivos y motorizados. Ese pequeño finisterre de Cádiz empezó a servirlos como improvisado y barato remedio al hambre que da la mar.
Si hay alguna inexactitud o embuste en el relato, a nadie hará daño. Como contó John Ford, si hay que elegir entre la verdad y la leyenda, mejor la segunda. Cuenta el mito que por aquel entonces un Manolo (Rodríguez Orta) le sirvió a otro (Poveda) un mínimo bocadillo de caballa un día que llegaba derrengado. Era un tapeo habitual, económico y sencillo, pero en un arranque de genialidad inconsciente decidió poner sólo una rodaja de pan, añadirle tomate y mayonesa.
La alineación es esquemática. Hidratos de carbono básicos, la hortaliza inmigrante más común, el pescado azul obrero y un toque de otro maravilloso fruto de la desesperación. El primer comensal (seguimos en lo apócrifo) dobló la rebanada de pan por temor a mancharse. Tres de los cuatro elementos de la pieza son una severa amenaza de churrete. Con ese gesto involuntario lo bautizó para siempre.
El humilde mito de las barras locales lo tenía todo para triunfar: sin cubiertos y con restos de fondo de alacena. Los mejores platos de la humanidad, los imperecederos, vienen de la supervivencia, de mezclar lo que queda. Ese bocadillo, como los puretas que se enganchan al gimnasio y la vida sana, goza hoy de más salud que antes, a punto de cumplir 50 años. Ojalá 2027 sea declarado Año Internacional de Dobladillo de Cadi-Cadi.
En plena madurez, aparece seductor en la mitad de las barras gaditanas. Es el bocata o montadito local por definición, aclamación y coronación, por incomparecencia del rival. Aquí van ocho sitios, como podrían ser 48, en los que sirven unos espléndidos. Un profano podría creer que no tiene mérito. Craso patazo. Hacer bien lo simple es virtud al alcance de muy pocos. La elección de componentes es crucial y algún mínimo tratamiento, definitivo. Nuestro amplio equipo de inspectores, asesores y expertos también han valorado los de La Carbonera, Aguatapá (aunque con melva), La Mariquita Mala, La Gamberra y Taberna Las Banderas. Quedan prometidos para la secuela, Dobladillo II. Como mucho, para la tercera entrega. Si Tiburón las tuvo, por qué no la caballa.
Bar Manolo
Aunque la lista no vaya por orden de afecto, tiene un líder incuestionable. Con San Felipe, vulgo La Punta, comenzó todo. Allí resiste este bar pequeño, con su terraza y mesas de madera, con alma de chiringuito de tamaño medio pero que ocupa un enorme y brillante lugar en la memoria sentimental de los gaditanos. Por supuesto que aún sirve su invento. Podría causar revueltas populares que cancelara su producción. Es la única tapa que sirve. El resto son raciones y medias de pescado frito o papas aliñás, sin sorpresas ni falta que hacen. Allí está el primer dobladillo y, por eso, uno de los más fotografiados. Regenta el sitio el hijo del inventor, José Manuel Rodríguez Araujo. Remoto y recóndito, ahora acristalado, regala un contraste maravilloso entre la cegadora luz solar y la penumbra del salón. Parece que se pueden tocar el catamarán, Elcano, al salir del puerto, a unos metros. Puede que, como los ingleses en el fútbol, muchos hayan superado en ejecución a los inventores pero da igual. En La Punta pueden hacer lo que les venga en gana ahora y en la hora de su hora o a deshoras, haga Levante o Poniente. Loor y reconocimiento contri antes. La ciudad está tardando. Cuarentaytantos años, concretamente.
Tasquita La Granja
Puede ser un secreto para algunos gaditanos, para casi todos los visitantes. Puede resultar un descubrimiento delicioso de Extramuros. Eso sí, una legión de vecinos del entorno provoca llenos constantes. Está a 50 metros de la orilla, Santa María del Mar, pero aún así es discreto. Nada playero, ni mucho menos. Más bien, rústico, pequeño, todo mesas altas y taburetes. Atestado de fotos para alegría de los partidarios de esa técnica tan antigua. En un lateral de la Comisaría Provincial, en la calle Granja de San Ildefonso, 6. Lo disfrutan los que viven más cerca y una parroquia muy familiar, fiel desde hace años. Muy especializados en chacinas y montaditos, con el añadido de frituras, consiguen montar una carta muy amplia con esos elementos sencillos. La calidad del producto de origen –de la provincia– y el punto de elaboración exacto logran que cada visita sea un gozo importante. El dobladillo no iba a ser excepción. Al contrario, confirma. En este caso es de generosas proporciones, más bocadillo que montadito, como si fuera un trozo de barra, tipo gallega, equidistante entre lo mullido y lo crujiente. Caballa jugosa sin exceso de aceite, tomate fresco de Conil y mayonesa leve. Acompañado de patatas fritas. Un bastinazo como otros muchos de este sitio.
La Casapuerta de Luisa
Este bar de la calle Sagasta (a un paso de la Torre Tavira y Sacramento) es mucho más que un sitio maravilloso para desayunar, libar y picar. Cuida cada parte del proceso: café, vino, conserva y chacina tanto como la cerveza (en el podio del último concurso andaluz de tiradores). Si a eso se le suma el pan de Arcos (lugar de origen de su propietaria y nombradora, Luisa Barrios), los elementos necesarios para el dobladillo están reunidos. Cuida el tomate, deja la caballa selecta en el punto justo de untuosidad, sin exceso de mayonesa. Poco más se le puede pedir a la vida del corsario goloso. Para colmo, su programación cultural (charlas, exposiciones, presentaciones...) y el carisma de la parroquia son muy elevados aunque las críticas gastronómicas no puntúen esos intangibles. Un paso obligado para catar el bocata gaditano entre otras mil cosas que probar y vivir.
La Tabernita
Reciente y merecido Solete de la Guía Repsol, pocos locales ofrecen más verdad en una zona tan presionada por la hostelería turística en serie. Su tapero es rotundo. Su espacio, breve. Sus sabores, grandes. Está en la calle Virgen de la Palma. Milímetro cero de La Viña. Rafa Bueno, hijo de los dueños y políglota consumado, cautiva tanto a gaditanos como a erasmus y viajeros patrios. En el surtido de vinos, birras y pequeños platos tiene digno hueco el legendario dobladillo. En este caso, opta por el tamaño de pan conocido como montadito, prefiere los tomates poco maduros, recios, y la mayonesa casera tiene la textura propia de las madres cocineras, Inés González en este caso. La caballa puede ser melva en algunos lugares. Siempre que sea canutera, que no cannábica, ningún problema por la transgresión. En este caso, el bocadillito puede ser el inicio de una gran amistad o de un carrusel de tapas en el que destacan, y cómo, algunos guisos de pescado. Todo taburetes y mesas altas, todo bullicio y alegría. Es de los sitios que levantan el ánimo hasta del más contrito. Conviene ir con tiempo y paciencia. Hace muchos años que se llena desde temprano en temporadas como el verano.
El Faro
El rectorado de la cocina tradicional gaditana, caletera y viñera por demás, no podía renunciar a tener el dobladillo en sus filas. Su legendaria barra, una maravillosa torre de Babel dirigida por David Benito como si fuera Von Karajan, lo sirve constantemente. Un estudio de la Universidad de Helsinki demostró que mi hijo, en la última visita, logró el prodigio de pedir uno y comerse tres. Los expertos no encuentran más explicación que la reincidencia compulsiva o el hurto sibilino. Como marca el sello de la casa en la nueva etapa -con Mario Jiménez Córdoba como chef in chief- a la costumbre se le añade un excelso toque de innovación que sorprende sin traicionar. El tomate no se ve, está fundido en el pan, de Dani Ramos, La Cremita. La caballa es de la conservera Abuelo Paquiqui, la mayonesa tiene aroma y presencia sutiles. Mínimo toque verde. También es complicado encontrar sitio aquí en fechas de vacaciones y señaladas. Es un problema menor. El gordo es elegir entre una carta inmensa y gloriosa, divertida y rigurosa. Puede ir cualquiera a probar el dobladillo y salir con una quincena de tapas dentro.
La Atalaya
Lejos de las leyes de los hombres y los turistas, en un barrio extrañamente lleno de gaditanos y residentes, está La Atalaya. Un establecimiento con más terraza que interior y toldo clásico, color corinto. De barrio. Está en la urbanización de máximo lujo conocida como Astilleros (frente a El Corte Inglés), en la calle Emilio Castelar. Estuvo muchos años, con éxito, en manos de la familia Rivas pero tras la jubilación de los todos los hermanos -Miguel y José aquí, Félix en el Mercado Virgen del Rosario-, toman el relevo Bárbara y Dani (ex trabajador en Casa Manteca). Los montaditos son una de sus clarísimas especialidades. Controlan con tino el punto exacto de temperatura y crujido, con unos rellenos exquisitos. Chacinas y conservas de gran calidad completan el sabio trabajo de la pareja. El dobladillo está a la altura de los mejores de la ciudad. Como la mitad de los de esta lista, lo sirven con sus papitas fritas de paquete. Un detalle. Cuenta con un rosario de tapas, frías y calientes, de extraordinaria categoría retropalatal. Imposible probar una decepcionante. Los que entren a Cádiz, o salgan, por el segundo puente, el nuevo, lo tienen a un paso. Puede ser una especie de oasis ajeno a la marejada turística de estos días (ya de casi todos).
Bar Coruña
Como muchos otros de esta lista random, pesa tanto la oferta y el encanto del lugar como el bocadillo gaditano en sí. En este caso, hay que agradecer la recuperación y renovación de un bar legendario, pero algo decaído, en un establecimiento muy atractivo, resurgido en una nueva etapa. Está tan cerca del Ayuntamiento que las paredes no se tocan por cinco metros. En lugar presidencial de la atestada plaza de San Juan de Dios. Sin embargo, logra rehacerse como esperanza de convivencia entre el gusto local y el turístico. Ni medio año lleva reabierto por iniciativa de José Ignacio Soto y Agustín Bonilla. Tiene alma de marisquería y los que adoren los frutos del mar tienen que probar, sin duda, para juzgar en primera persona. El surtido y la calidad, la cocción, de muchas especies está lograda. Resulta llamativo, por infrecuente, que un sitio de vocación aparentemente informal ponga tanto cuidado en seleccionar y servir vinos de Jerez. Como se dice de la ensaladilla o las croquetas, el dobladillo de caballa sirve en Cádiz para tomar la temperatura de un sitio. Si está bueno, se puede confiar en el resto. El de aquí triunfa como patrón y medida, demuestra que hacen las cosas bien, cuidan los detalles. El cincuentón bocado de la Punta de San Felipe tiene una espléndida versión consistorial por si aprieta el hambre de los concejales durante un largo pleno municipal.
Gorrión
Muy cerca del anterior (¿50 metros?) pero oculto por uno de los tres arcos del Pópulo (el homónimo) está una taberna de reciente apertura. Gorrión (Fabio Rufino, 6) apenas tiene medio año de vida y es un templo del vino. Será que su inventor, Jonatan Cantero, tiene una solidísima carrera de sumiller. Las referencias son varios centenares y aporta la novedad de los vinos de grifos. Pero hay que acompañar los tragos, los vasos -como ese de tamaño medio que da nombre al local- con las mejores viandas. La escolta, en este caso, es de primera, digna de visita presidencial a un país peligroso. Papelones y pequeños platos con conservas de apellido noble, quesos y chacinas premium, "de Mariano, de La Tablajería". Especial mención para el prodigioso pastrami. Los que hemos ido poco a Italia (siempre son pocas las visitas) no hemos catado uno igual. En su carta, menos breve y complementaria de lo que parece, figura un magnífico dobladillo de caballa. En este caso, el pan parece un bollo de tahona, de pueblo, con sus vetas de harina. El pan es del horno El Molino, uno de los pocos que sobreviven en el casco antiguo de Cádiz. Caballa, tomate y toque de mahonesa están a la altura, mucha, de las circunstancias.