
Los costaleros en el coro
Los costaleros aguardan en el coro el momento de llevar al Cristo del Mayor Amor por las calles de San Isidro del Guadalete.

Para dentro de la Iglesia
A la voz del capataz y de su equipo, todos los costaleros se dirigen al interior de la iglesia, entrando por la pequeña puerta principal. Este pueblo de colonización, creado a mediados de los años 50, cuenta con una modesta iglesia situada en la plaza principal.

Las oraciones del párroco
Jesús Castro, párroco de esta iglesia y de varias más en el Jerez rural, afronta su segunda salida procesional de la temporada. La primera tuvo lugar el pasado sábado, con el Señor de la Paz de Cuartillos. Antes de que comience el recorrido por las calles de la localidad, el sacerdote dirige unas breves oraciones en el interior del templo y desea a los fieles una fructífera estación de penitencia. La asociación parroquial, encargada de organizar la procesión, cuenta con alrededor de 75 hermanos.

La cruz de guía y los acólitos
Una cruz de guía abre el cortejo procesional, seguida por dos acólitos con incensarios y cuatro más portando los ciriales que flanquearán al Cristo durante su recorrido por las calles de San Isidro. Al fondo del templo, un sagrario sencillo preside discretamente el altar. Entre los más jóvenes del cortejo, se dejan ver zapatillas deportivas, elegidas por comodidad ante las horas de procesión. El ambiente que se respira es de recogimiento, humildad y fe. Los nervios, inevitables, se notan en los rostros de los participantes mientras se ultiman los preparativos.

El joven capataz
Desde el coro de la iglesia, los costaleros atienden con respeto las indicaciones del párroco, Jesús Castro. Entre ellos, llama la atención la presencia de un joven capataz, un niño que, pese a su corta edad, participa con naturalidad en la coordinación del paso. Vestido como el resto del equipo, su papel no es simbólico: más tarde, se le verá dando órdenes y colaborando activamente en distintos momentos del recorrido.

La concentración es clave
La luz en el interior del templo es tenue, pero los cristales amarillos y azules de las ventanas dejan pasar un resplandor suave, suficiente para distinguir las siluetas de los costaleros mientras se preparan, en silencio, para el recorrido. En las manos, muchos sostienen la molía, algunas decoradas con estampas de distintas imágenes devocionales. Es un momento de recogimiento y concentración, previo al esfuerzo físico y espiritual que está por comenzar.

El cariño a la molía
La atmósfera está cargada de una calma profunda, casi palpable. Cada gesto, cada movimiento, parece estar marcado por la devoción y el compromiso. El paso no solo es un desafío físico, sino también una manifestación de fe. En sus rostros, se percibe la mezcla de nervios y esperanza, conscientes de que esta estación de penitencia es tanto un acto religioso como una tradición que conecta generaciones pasadas con las presentes.

La arenga de uno de los costaleros
Uno de los costaleros se dirige al resto de sus compañeros con unas palabras cargadas de aliento y gratitud: "Hay gente que daría su vida por estar aquí hoy, y nosotros somos unos privilegiados. Mañana no sabemos dónde estaremos, pero hoy estamos aquí, y somos los encargados de llevar al Señor a todo el mundo. Y a disfrutar". Sus palabras resuenan en el ambiente, impregnadas de una conciencia profunda sobre la importancia de ese momento.

Llega el momento de la apertura de puertas
Todo está listo. Antonio, con una mirada serena pero decidida, da la orden: "Abre las puertas". Los últimos ajustes se realizan con calma, y, finalmente, la espera llega a su fin. Los hermanos de la asociación, en su mayoría con el rostro marcado por la concentración, se disponen a salir por las calles de su pueblo. El momento ha llegado. La imagen del Cristo, que durante tanto tiempo ha estado en su templo, va a ser llevada a cada rincón de la localidad, a cada hogar, a cada corazón.

Los pies
Poco a poco, la voz firme de José Antonio, el capataz, va marcando el ritmo. Sus palabras, llenas de autoridad y aliento, se mezclan con el suave arrastrar de los pies de los costaleros, quienes maniobran con destreza y cuidado para sacar la imagen del crucificado de la iglesia. Cada movimiento es calculado, sincronizado, un ejercicio de unidad y precisión. La imagen serena, comienza a asomarse a la luz del exterior, mientras los hombres, con esfuerzo y devoción, la elevan para llevarla por las calles de su pueblo.

Tensión en las trabajaderas
Las trabajaderas, esas piezas fundamentales que sostienen el peso, se hacen visibles por la parte trasera, gracias a la luz que entra suavemente por la parte delantera. En ese juego de luces y sombras, los costaleros avanzan en silencio, paso a paso, maniobrando con paciencia y precisión para sacar el paso de la iglesia. La quietud del momento contrasta con el esfuerzo físico que conlleva cada movimiento. Poco a poco, la imagen del crucificado comienza a asomarse, mientras los costaleros siguen avanzando hacia la calle.

La luz del sol 'baña' la imagen
La luz del sol comienza a bañar esta imagen realizada en pasta de madera, que procesiona por las calles de San Isidro del Guadalete.

Un discurrir entre limoneros
Es curioso cómo los limoneros parecen ocupar cada rincón de las calles del pueblo, sus frutos colgando pesadamente de las ramas, añadiendo un toque de color y frescura al paisaje. El aroma cítrico se mezcla con el denso olor a incienso, creando una atmósfera única que envuelve la procesión. Ese contraste de fragancias, de lo natural y lo espiritual, parece simbolizar la armonía entre la tierra y la fe, entre lo cotidiano y lo trascendental.

Paisajes verdes
La procesión discurre por entornos verdes, propios del Jerez rural, dejando unas curiosas estampas que no se ven en las procesiones urbanas.

Los habitantes de San Isidro, muy implicados
A lo largo de todo el recorrido, un grupo de fieles sigue de cerca al paso, caminando con devoción y recogimiento. El pueblo, que cuenta con unos 600 habitantes, parece pequeño, pero está lleno de vida y tradición. Muy lejos quedan aquellos primeros 60 colonos que llegaron a estas tierras, dispuestos a trabajarlas y a echar raíces en un territorio que, hoy, es hogar de generaciones enteras. La procesión, como un lazo que une pasado y presente, recuerda el esfuerzo y la fe que han dado forma a esta comunidad a lo largo del tiempo.

La banda es clave
Algunos de los miembros de la agrupación musical Cristo del Calvario de Ubrique tocan la caja, marcando el ritmo de la procesión con su sonido profundo y resonante. Cada golpe de tambor parece acompañar la marcha de los fieles, sumergiendo al pueblo en una atmósfera solemne que refuerza el carácter espiritual del momento.

El monaguillo
Un pequeño monaguillo, lleno de inocencia y emoción, grita desde fuera: "¡Aquí estoy, papá!". No deja de repetirlo alrededor del paso, llamando a su padre, que se encuentra debajo de él. La sorpresa llega cuando, casi sin darnos cuenta, el niño desaparece por debajo de los faldones, uniéndose de manera espontánea a su padre. Durante varias chicotás, el niño permanece allí, dentro del paso, al lado de su padre, compartiendo con él ese momento de esfuerzo y devoción.

Las luces del cielo
La procesión avanza lentamente al atardecer, por las calles tranquilas del pueblo. En el centro, el Cristo crucificado se erige con solemnidad, mientras a los lados de la calle, varias personas observan el desfile, sumidas en un ambiente de recogimiento y respeto. Entre el público, se pueden ver familias, algunas con cochecitos de bebé, y niños que, curiosos, siguen el paso con la mirada.

El incensario
Las luces del cielo adquieren un matiz mágico, transformándose a medida que el sol se oculta. En el contraluz, dos monaguillos, con gestos solemnes, reavivan el fuego del incienso, cargándolo una vez más para continuar con otro tramo de este recorrido por el pueblo. El humo, denso y perfumado, se eleva hacia el cielo, fusionándose con la atmósfera crepuscular, mientras el aroma se dispersa por las calles.

Una modesta cruz de guía
La sencillez y la simpleza de la cruz de guía son verdaderamente hermosas. Compuesta por dos tablas bien ensambladas, de un cálido color marrón, transmite una sensación de humildad que resalta por su propia belleza. No es necesario tanto oro, ni tanta plata, para llevar la fe por las calles. Su presencia, austera y discreta, habla directamente al corazón, recordando que la verdadera devoción no depende de lo material, sino de la entrega y la humildad con que se vive.

Laz luces del interior
La tenue luz de las farolas ilumina suavemente el interior del paso, mientras el final del recorrido se acerca. Apenas unos metros separan a los fieles del templo que los ha visto salir. El ritmo de los pasos se ralentiza, como si el tiempo mismo quisiera alargar este momento de entrega y devoción. La procesión, que ha recorrido las calles del pueblo, se acerca a su fin, pero la sensación de conexión espiritual permanece en el aire, envolviendo a todos los presentes en una atmósfera de paz y recogimiento.

Palabras de ánimo
Es curioso cómo, a lo largo de todo el recorrido, diversos familiares de los costaleros se han ido acercando a los respiraderos, ofreciendo un empujón de motivación, como un gesto silencioso de aliento para que el ánimo no decaiga. Estos momentos, cargados de complicidad y apoyo, muestran la fuerza del vínculo familiar que, en la penumbra de la procesión, se hace tangible.

El llamador marca el ritmo
El llamador, ese elemento esencial del paso, sirve de guía al capataz para avisar a los costaleros, indicándoles cuándo deben bajar o subir el paso al unísono. En este caso, una simple cruz de hierro, sin adornos ni ostentación, retumba con fuerza por las calles del pueblo, enviando su eco a través de cada rincón. Su sonido, claro y rotundo, marca el ritmo de la procesión, unificando los movimientos de los costaleros en una sincronización perfecta, mientras la comunidad sigue su marcha en un acto compartido de fe y esfuerzo.

La luna, el incienso y la luz cálida de las farolas
La noche cae suavemente, dejando ver las luces amarillas de las farolas que, mezcladas con el humo del incienso, crean una escena casi mística. La atmósfera, cargada de solemnidad, parece suspendida en el tiempo. La luna, ya cercana a la plenitud, ilumina el camino como un faro blanco, proyectando su luz suave sobre los rostros de los fieles y el paso, añadiendo un toque de misterio y trascendencia a este momento de fe compartida.

A las puertas de su casa
Todo está listo para el último vistazo de la imagen en la calle. La plaza, cargada de tensión contenida, se queda en un profundo silencio, esperando el momento exacto en que los costaleros se sitúen bajo sus trabajaderas, listos para llevar el paso al interior del templo. La banda, colocada en su posición, se prepara para interpretar el himno de España, cuyo sonido reverbera en el aire, añadiendo un toque solemne al final de este recorrido.

Encajando las piezas
No hace mucho tiempo, la imagen salía desde una carpa ubicada en la plaza. Hoy en día, la procesión tiene lugar desde el interior de su casa, un espacio más reducido pero igualmente significativo. Para hacerlo, el paso debe encajarse con precisión, como si fuera una pieza de Tetris. Poco a poco, los costaleros mueven el paso de un lado a otro, ajustándolo cuidadosamente para evitar rozar las paredes y los bancos de la iglesia.

Las últimas peticiones
Con muchísima fe, algunos fieles entran a la iglesia para hacer sus últimas peticiones ante la imagen. Algunos de ellos han seguido el paso durante todo el recorrido, caminando a su lado, como un acto de devoción personal. La quietud del momento dentro del templo contrasta con la energía del recorrido, y es en este espacio sagrado donde las palabras se tornan oraciones, llenas de esperanza y de amor, mientras cada fiel se acerca al altar para compartir en silencio sus pensamientos más profundos.

Sin salir del paso
El paso ya ha vuelto a su lugar, y los acólitos y monaguillos han dejado los enseres en la iglesia. Sin embargo, una voz grita a los costaleros que aún no pueden salir del paso. El momento de recogimiento continúa, mientras el párroco, Jesús, finaliza la ceremonia con unas palabras de agradecimiento a los representantes de los pueblos vecinos que han venido a acompañar al Cristo.

La emoción del final
Finalmente, los costaleros salen de debajo del paso, dejando atrás el peso físico del recorrido para reunirse con sus familias y felicitarse mutuamente por el buen trabajo realizado. Algunos, emocionados, suben al coro para ver de cerca al Cristo del Mayor Amor, seguramente para agradecerle en silencio por la bendición de que todo haya salido bien.

Los costaleros en el coro
Los costaleros aguardan en el coro el momento de llevar al Cristo del Mayor Amor por las calles de San Isidro del Guadalete.

Para dentro de la Iglesia
A la voz del capataz y de su equipo, todos los costaleros se dirigen al interior de la iglesia, entrando por la pequeña puerta principal. Este pueblo de colonización, creado a mediados de los años 50, cuenta con una modesta iglesia situada en la plaza principal.

Las oraciones del párroco
Jesús Castro, párroco de esta iglesia y de varias más en el Jerez rural, afronta su segunda salida procesional de la temporada. La primera tuvo lugar el pasado sábado, con el Señor de la Paz de Cuartillos. Antes de que comience el recorrido por las calles de la localidad, el sacerdote dirige unas breves oraciones en el interior del templo y desea a los fieles una fructífera estación de penitencia. La asociación parroquial, encargada de organizar la procesión, cuenta con alrededor de 75 hermanos.

La cruz de guía y los acólitos
Una cruz de guía abre el cortejo procesional, seguida por dos acólitos con incensarios y cuatro más portando los ciriales que flanquearán al Cristo durante su recorrido por las calles de San Isidro. Al fondo del templo, un sagrario sencillo preside discretamente el altar. Entre los más jóvenes del cortejo, se dejan ver zapatillas deportivas, elegidas por comodidad ante las horas de procesión. El ambiente que se respira es de recogimiento, humildad y fe. Los nervios, inevitables, se notan en los rostros de los participantes mientras se ultiman los preparativos.

El joven capataz
Desde el coro de la iglesia, los costaleros atienden con respeto las indicaciones del párroco, Jesús Castro. Entre ellos, llama la atención la presencia de un joven capataz, un niño que, pese a su corta edad, participa con naturalidad en la coordinación del paso. Vestido como el resto del equipo, su papel no es simbólico: más tarde, se le verá dando órdenes y colaborando activamente en distintos momentos del recorrido.

La concentración es clave
La luz en el interior del templo es tenue, pero los cristales amarillos y azules de las ventanas dejan pasar un resplandor suave, suficiente para distinguir las siluetas de los costaleros mientras se preparan, en silencio, para el recorrido. En las manos, muchos sostienen la molía, algunas decoradas con estampas de distintas imágenes devocionales. Es un momento de recogimiento y concentración, previo al esfuerzo físico y espiritual que está por comenzar.

El cariño a la molía
La atmósfera está cargada de una calma profunda, casi palpable. Cada gesto, cada movimiento, parece estar marcado por la devoción y el compromiso. El paso no solo es un desafío físico, sino también una manifestación de fe. En sus rostros, se percibe la mezcla de nervios y esperanza, conscientes de que esta estación de penitencia es tanto un acto religioso como una tradición que conecta generaciones pasadas con las presentes.

La arenga de uno de los costaleros
Uno de los costaleros se dirige al resto de sus compañeros con unas palabras cargadas de aliento y gratitud: "Hay gente que daría su vida por estar aquí hoy, y nosotros somos unos privilegiados. Mañana no sabemos dónde estaremos, pero hoy estamos aquí, y somos los encargados de llevar al Señor a todo el mundo. Y a disfrutar". Sus palabras resuenan en el ambiente, impregnadas de una conciencia profunda sobre la importancia de ese momento.

Llega el momento de la apertura de puertas
Todo está listo. Antonio, con una mirada serena pero decidida, da la orden: "Abre las puertas". Los últimos ajustes se realizan con calma, y, finalmente, la espera llega a su fin. Los hermanos de la asociación, en su mayoría con el rostro marcado por la concentración, se disponen a salir por las calles de su pueblo. El momento ha llegado. La imagen del Cristo, que durante tanto tiempo ha estado en su templo, va a ser llevada a cada rincón de la localidad, a cada hogar, a cada corazón.

Los pies
Poco a poco, la voz firme de José Antonio, el capataz, va marcando el ritmo. Sus palabras, llenas de autoridad y aliento, se mezclan con el suave arrastrar de los pies de los costaleros, quienes maniobran con destreza y cuidado para sacar la imagen del crucificado de la iglesia. Cada movimiento es calculado, sincronizado, un ejercicio de unidad y precisión. La imagen serena, comienza a asomarse a la luz del exterior, mientras los hombres, con esfuerzo y devoción, la elevan para llevarla por las calles de su pueblo.

Tensión en las trabajaderas
Las trabajaderas, esas piezas fundamentales que sostienen el peso, se hacen visibles por la parte trasera, gracias a la luz que entra suavemente por la parte delantera. En ese juego de luces y sombras, los costaleros avanzan en silencio, paso a paso, maniobrando con paciencia y precisión para sacar el paso de la iglesia. La quietud del momento contrasta con el esfuerzo físico que conlleva cada movimiento. Poco a poco, la imagen del crucificado comienza a asomarse, mientras los costaleros siguen avanzando hacia la calle.

La luz del sol 'baña' la imagen
La luz del sol comienza a bañar esta imagen realizada en pasta de madera, que procesiona por las calles de San Isidro del Guadalete.

Un discurrir entre limoneros
Es curioso cómo los limoneros parecen ocupar cada rincón de las calles del pueblo, sus frutos colgando pesadamente de las ramas, añadiendo un toque de color y frescura al paisaje. El aroma cítrico se mezcla con el denso olor a incienso, creando una atmósfera única que envuelve la procesión. Ese contraste de fragancias, de lo natural y lo espiritual, parece simbolizar la armonía entre la tierra y la fe, entre lo cotidiano y lo trascendental.

Paisajes verdes
La procesión discurre por entornos verdes, propios del Jerez rural, dejando unas curiosas estampas que no se ven en las procesiones urbanas.

Los habitantes de San Isidro, muy implicados
A lo largo de todo el recorrido, un grupo de fieles sigue de cerca al paso, caminando con devoción y recogimiento. El pueblo, que cuenta con unos 600 habitantes, parece pequeño, pero está lleno de vida y tradición. Muy lejos quedan aquellos primeros 60 colonos que llegaron a estas tierras, dispuestos a trabajarlas y a echar raíces en un territorio que, hoy, es hogar de generaciones enteras. La procesión, como un lazo que une pasado y presente, recuerda el esfuerzo y la fe que han dado forma a esta comunidad a lo largo del tiempo.

La banda es clave
Algunos de los miembros de la agrupación musical Cristo del Calvario de Ubrique tocan la caja, marcando el ritmo de la procesión con su sonido profundo y resonante. Cada golpe de tambor parece acompañar la marcha de los fieles, sumergiendo al pueblo en una atmósfera solemne que refuerza el carácter espiritual del momento.

El monaguillo
Un pequeño monaguillo, lleno de inocencia y emoción, grita desde fuera: "¡Aquí estoy, papá!". No deja de repetirlo alrededor del paso, llamando a su padre, que se encuentra debajo de él. La sorpresa llega cuando, casi sin darnos cuenta, el niño desaparece por debajo de los faldones, uniéndose de manera espontánea a su padre. Durante varias chicotás, el niño permanece allí, dentro del paso, al lado de su padre, compartiendo con él ese momento de esfuerzo y devoción.

Las luces del cielo
La procesión avanza lentamente al atardecer, por las calles tranquilas del pueblo. En el centro, el Cristo crucificado se erige con solemnidad, mientras a los lados de la calle, varias personas observan el desfile, sumidas en un ambiente de recogimiento y respeto. Entre el público, se pueden ver familias, algunas con cochecitos de bebé, y niños que, curiosos, siguen el paso con la mirada.

El incensario
Las luces del cielo adquieren un matiz mágico, transformándose a medida que el sol se oculta. En el contraluz, dos monaguillos, con gestos solemnes, reavivan el fuego del incienso, cargándolo una vez más para continuar con otro tramo de este recorrido por el pueblo. El humo, denso y perfumado, se eleva hacia el cielo, fusionándose con la atmósfera crepuscular, mientras el aroma se dispersa por las calles.

Una modesta cruz de guía
La sencillez y la simpleza de la cruz de guía son verdaderamente hermosas. Compuesta por dos tablas bien ensambladas, de un cálido color marrón, transmite una sensación de humildad que resalta por su propia belleza. No es necesario tanto oro, ni tanta plata, para llevar la fe por las calles. Su presencia, austera y discreta, habla directamente al corazón, recordando que la verdadera devoción no depende de lo material, sino de la entrega y la humildad con que se vive.

Laz luces del interior
La tenue luz de las farolas ilumina suavemente el interior del paso, mientras el final del recorrido se acerca. Apenas unos metros separan a los fieles del templo que los ha visto salir. El ritmo de los pasos se ralentiza, como si el tiempo mismo quisiera alargar este momento de entrega y devoción. La procesión, que ha recorrido las calles del pueblo, se acerca a su fin, pero la sensación de conexión espiritual permanece en el aire, envolviendo a todos los presentes en una atmósfera de paz y recogimiento.

Palabras de ánimo
Es curioso cómo, a lo largo de todo el recorrido, diversos familiares de los costaleros se han ido acercando a los respiraderos, ofreciendo un empujón de motivación, como un gesto silencioso de aliento para que el ánimo no decaiga. Estos momentos, cargados de complicidad y apoyo, muestran la fuerza del vínculo familiar que, en la penumbra de la procesión, se hace tangible.

El llamador marca el ritmo
El llamador, ese elemento esencial del paso, sirve de guía al capataz para avisar a los costaleros, indicándoles cuándo deben bajar o subir el paso al unísono. En este caso, una simple cruz de hierro, sin adornos ni ostentación, retumba con fuerza por las calles del pueblo, enviando su eco a través de cada rincón. Su sonido, claro y rotundo, marca el ritmo de la procesión, unificando los movimientos de los costaleros en una sincronización perfecta, mientras la comunidad sigue su marcha en un acto compartido de fe y esfuerzo.

La luna, el incienso y la luz cálida de las farolas
La noche cae suavemente, dejando ver las luces amarillas de las farolas que, mezcladas con el humo del incienso, crean una escena casi mística. La atmósfera, cargada de solemnidad, parece suspendida en el tiempo. La luna, ya cercana a la plenitud, ilumina el camino como un faro blanco, proyectando su luz suave sobre los rostros de los fieles y el paso, añadiendo un toque de misterio y trascendencia a este momento de fe compartida.

A las puertas de su casa
Todo está listo para el último vistazo de la imagen en la calle. La plaza, cargada de tensión contenida, se queda en un profundo silencio, esperando el momento exacto en que los costaleros se sitúen bajo sus trabajaderas, listos para llevar el paso al interior del templo. La banda, colocada en su posición, se prepara para interpretar el himno de España, cuyo sonido reverbera en el aire, añadiendo un toque solemne al final de este recorrido.

Encajando las piezas
No hace mucho tiempo, la imagen salía desde una carpa ubicada en la plaza. Hoy en día, la procesión tiene lugar desde el interior de su casa, un espacio más reducido pero igualmente significativo. Para hacerlo, el paso debe encajarse con precisión, como si fuera una pieza de Tetris. Poco a poco, los costaleros mueven el paso de un lado a otro, ajustándolo cuidadosamente para evitar rozar las paredes y los bancos de la iglesia.

Las últimas peticiones
Con muchísima fe, algunos fieles entran a la iglesia para hacer sus últimas peticiones ante la imagen. Algunos de ellos han seguido el paso durante todo el recorrido, caminando a su lado, como un acto de devoción personal. La quietud del momento dentro del templo contrasta con la energía del recorrido, y es en este espacio sagrado donde las palabras se tornan oraciones, llenas de esperanza y de amor, mientras cada fiel se acerca al altar para compartir en silencio sus pensamientos más profundos.

Sin salir del paso
El paso ya ha vuelto a su lugar, y los acólitos y monaguillos han dejado los enseres en la iglesia. Sin embargo, una voz grita a los costaleros que aún no pueden salir del paso. El momento de recogimiento continúa, mientras el párroco, Jesús, finaliza la ceremonia con unas palabras de agradecimiento a los representantes de los pueblos vecinos que han venido a acompañar al Cristo.

La emoción del final
Finalmente, los costaleros salen de debajo del paso, dejando atrás el peso físico del recorrido para reunirse con sus familias y felicitarse mutuamente por el buen trabajo realizado. Algunos, emocionados, suben al coro para ver de cerca al Cristo del Mayor Amor, seguramente para agradecerle en silencio por la bendición de que todo haya salido bien.